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Homilía Misa P. Alberione

Homilía Misa P. Alberione 

Roma, 26 de noviembre de 2024 

1Cor 9,16-23; Jn 14,1-14 

Queridos hermanos y hermanas, 

Que el Señor os dé la paz. 

(Saludo inicial) 

El P. Alberione fue un apóstol de la llamada nueva evangelización incluso antes de que se hablara de ella. Había tomado conciencia de que los medios de comunicación eran ya entonces, y más aún hoy, el lugar donde el mundo podía encontrarse con Dios. Si Dios se revelaba en la Palabra, en el Verbo, era pues necesario, estar presente allí donde la Palabra se hacía y se hace presente. Vivimos en un mundo invadido no sólo por imágenes, sino también por palabras. Las redes sociales nos invaden a diario con palabras de todo tipo. Por tanto, era necesario estar allí, en ese mundo nuevo. Y la primera preocupación era precisamente la de llevar la Palabra de Dios a ese nuevo mundo mediático.  

Por eso estamos hoy aquí. Para celebrar una obra santa y bendita que a lo largo de los años ha traído consuelo, bendición y apoyo a generaciones de creyentes de todo el mundo, ha hecho cercana y comprensible la Palabra de Dios y, a través de ella, nos ha hecho conocer cada vez mejor a la persona de Jesús. 

El Evangelio nos da un paso significativo en nuestra comprensión de lo que estamos celebrando. En este pasaje, Jesús afirma que Él es la puerta de acceso al conocimiento de Dios: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre si no es por mí» (Jn 14,6). Además se presenta como unidad indisoluble con Dios Padre: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,11). 

Si lo pensamos bien, son afirmaciones inauditas. Estamos tan acostumbrados a escucharlas, que quizá ya no les prestamos atención. Este pasaje del Evangelio nos revela quién es Dios, cómo podemos llegar a Él, como conseguir llegar a Él. Dios, la Otredad inaccesible e invisible, se hace aquí cercano y tangible. Jesús es el Rostro de Dios, y contemplándole contemplamos a Dios y accedemos a la comprensión de la Verdad.  

Este pasaje sigue planteando y planteará siempre un hermoso dilema para el diálogo interreligioso: ¿cómo dialogar con otras confesiones, si Jesús es el único modo de experimentar a Dios y su salvación? ¿Si no hay otra manera de conocer la Verdad aparte de Jesús? La idea de una vaga verdad general, de la que todas las religiones dan algún tipo de testimonio transversal, es ajena al cristianismo.  

La respuesta a esta pregunta es que, si bien es obviamente cierto que muchos cristianos e iglesias han sido arrogantes en la forma en que han presentado el Evangelio, todo el contenido de este pasaje muestra que tal arrogancia es una negación de la misma verdad que pretende presentar. La verdad, la vida, a través de la cual conocemos y encontramos el camino, es Jesús mismo. No un Jesús abstracto o genérico, sino el Jesús que lava los pies a los discípulos y les pide que sigan su ejemplo, el Jesús que está a punto de dar su vida como pastor por las ovejas. No olvidemos que este discurso de Jesús se pronuncia en el Cenáculo, después del lavatorio de los pies, en vísperas de su pasión. Por tanto, no hay nada de arrogante en él. Sólo recuperando la valentía de seguir a Jesús en la misión y la vocación indicadas en el Cenáculo, podremos comprender plenamente el significado de aquella afirmación sin precedentes: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.  

Si no comprendemos esto, ni siquiera podremos entender la visión del Padre que nos presenta todo el pasaje. Miremos a Jesús, el que llora ante la tumba de su amigo, el que lava los pies de sus seguidores, y sabremos quién es el Dios verdadero. Esta fue la respuesta de Jesús a la hermosa petición de Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos bastará» (Jn 14,8). Es su respuesta a las preguntas espontáneas que aún hoy surgen en nuestros corazones. Cuando Jesús, después de haber lavados sus pies, dice Yo soy el Camino, nos está diciendo cuál es la manera concreta de conocer, alcanzar y mostrar al Padre. Sólo cuando hagamos lo que Jesús hizo en el Cenáculo se nos podrá creer cuando hablemos de Dios, sólo entonces contemplaremos y daremos a conocer el verdadero Rostro de Dios Padre.  

Después de todo, si lo pensamos por un momento, ésta es la historia de todos nosotros. En la pregunta de Felipe reside toda nuestra vocación: buscar y contemplar el Rostro de Dios. Por lo general, esta búsqueda comienza con proyectos elevados y sublimes, con dedicación e impulsos extraordinarios, para luego chocar con nuestra propia humanidad y la de cuantos nos encontramos en nuestro camino. Y así, poco a poco, para enfocar mejor la imagen de ese Rostro, que corresponde cada vez menos a la imagen ideal que nos habíamos hecho inicialmente, bajamos la mirada, y descubrimos cada vez más que Su Rostro se encuentra en la capacidad cotidiana de perdonarnos unos a otros, en el amor imperfecto y fluctuante de nuestro corazón, en el rostro del hermano y de la hermana tan distintos y distantes de nosotros, en el deseo nunca del todo satisfecho de encontrarnos. 

Pues bien, en ese amor imperfecto de unos a otros, en el fatigoso lavado de pies de los demás, vivido con sincero deseo de verdad, lo más libre posible de toda forma de posesión, es precisamente así como experimentamos a Jesús y contemplamos el Rostro de Dios.   

Este pasaje del Evangelio recuerda el versículo de un salmo que dice: «Pero contemplaré con justicia tu rostro, cuando despierte estaré satisfecho con tu imagen» (Sal 17,15). La justicia bíblica consiste en observar los mandamientos, en hacer la voluntad de Dios. Y precisamente en este largo discurso de despedida, Jesús nos da su mandamiento, el del amor, y nos hace conocer su voluntad (13,34). En el Evangelio encontramos la presentación de la forma más alta elevada de la justicia, con la que la relación entre Dios y el hombre se restablece en su armonía, en la cruz, cuando Jesús da su vida perdonando a sus crucificadores. Es, pues, amándonos los unos a los otros como cumplimos toda justicia y contemplamos el rostro de Dios. 

Es en el Espíritu Santo que adquirimos esta mirada nueva y redimida sobre el mundo y sobre la vida, la capacidad de amar a la Iglesia y a los hermanos a pesar de todo, con la libertad de quien ya contempla el Rostro de Dios y vive en la espera de la plenitud del encuentro con Él. 

Esto es lo que necesitamos desesperadamente hoy, no sólo en Tierra Santa. En ese contexto de odio profundo, de desprecio, de desconfianza generalizada, necesitamos mirar al Padre a través de la persona de Jesús, de la cruz, de la capacidad de perdón, de la mirada libre al mundo y al prójimo, sin dejarnos abrumar por miedos que más bien paralizan. 

Tenemos el instrumento por excelencia para guiarnos en este camino: la Palabra de Dios. En ella encontramos alimento, orientación y apoyo. En los acontecimientos del antiguo Israel y de la primitiva comunidad cristiana, en los diálogos de Jesús, en sus gestos, encontramos lo que también hoy necesitamos para crear unidad en la vida, para definir los criterios de interpretación de lo que sucede a nuestro alrededor, para nuestras pequeñas y grandes opciones de vida. 

Con esta nueva edición de la Biblia en árabe, estoy seguro de que también nuestra comunidad cristiana de Tierra Santa tendrá una herramienta adicional para navegar dentro de las vicisitudes y tormentas que siempre la han acompañado en esa Tierra bendita y atormentada. 

Que la Palabra de Dios nos acompañe a todos en nuestro camino y nos dé la fuerza de la templanza y la fortaleza en estos tiempos controvertidos. Amén. 

 *Traducción no oficial, en caso de cita, utilice el texto original en italiano  – Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino