Homilía Ordenación Diaconal
Santa Ana, Jerusalén, 23 de noviembre de 2024
Hch 6, 1-7; Rom 12, 9-16; Jn 21, 15-17
Queridos hermanos y hermanas,
Queridos candidatos al diaconado, ¡que el Señor os dé la paz!
En estos tiempos difíciles, llenos de tanto cansancio, estas ocasiones en las que la Iglesia se reúne para celebrar a las personas que deciden ponerse al servicio de Dios y de su pueblo son un aliento de aire fresco. En tiempos en los que reina la desconfianza en muchos ámbitos de la vida personal y social, ver todavía que jóvenes siguen confiando en Dios y, sobre todo, en la Iglesia, y se colocan en su diaconía, es un gran consuelo.
En los Hechos de los Apóstoles se nos describe la historia de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, de los que nos precedieron. Como hemos visto en el pasaje de hoy, ya entonces no faltaron malentendidos y tensiones, relacionados con necesidades reales y básicas, como el servicio de comedor. Ya entonces, en efecto, la Iglesia estaba atenta a las necesidades concretas de la comunidad y se dedicaba a un servicio que hoy llamaríamos «social». Los acontecimientos de la comunidad primitiva, como los del antiguo Israel, nunca estuvieron exentos de tensiones y malentendidos, y la Biblia no oculta nada de esto. En estos relatos podemos leer la historia de cada comunidad cristiana en cada época. Se trata de comunidades concretas y reales, comprometidas en actividades ordinarias y cotidianas, similares a las que nosotros realizamos hoy.
Y en esas actividades emerge su humanidad, como la nuestra y la de todos, hecha de discusiones, opiniones y visiones diferentes, malentendidos y a veces incluso divisiones. Parecería, a primera vista, que la Biblia, en esos relatos, quiere hacernos conscientes de situaciones de pequeñez e infidelidad. Y ciertamente también las hay. Pero, al mismo tiempo, quiere mostrarnos cómo en esos acontecimientos, en esos malentendidos y en las discusiones posteriores, el plan de Dios también se abre camino, poco a poco. Cómo, nace algo nuevo e imprevisto, que probablemente no habría surgido si no hubiera habido esas discusiones y desencuentros. En nuestro pasaje, por ejemplo, esos malentendidos dieron lugar a la aparición del ministerio diaconal en la Iglesia. Un paso importante en la historia de la Iglesia. Lo mismo puede decirse de la manera en que se llegó a comprender la necesidad del anuncio a los gentiles, y de muchos otros momentos importantes de la historia de la Iglesia.
Por tanto, las diferencias, incluso las dolorosamente marcadas, en el seno de las comunidades, no siempre deben interpretarse como un obstáculo o una infidelidad, una incapacidad para abrirse al plan de Dios, o como una barrera que nos separa de la plena comprensión de la Palabra, sino que a menudo son -si se viven con espíritu de fe- precisamente el lugar donde la voluntad de Dios se abre camino. Son como los dolores necesarios del parto. En efecto, no hay nuevo nacimiento sin dolor. Por tanto, no debemos escapar demasiado fácilmente de esas situaciones, sino aprender a vivirlas cristianamente.
También hoy vivimos dificultades dolorosas en nuestra vida social e incluso eclesial. El conflicto actual ha arrasado en poco tiempo muchas costumbres, opiniones, modos de pensar y, sobre todo, esperanzas, proyectos y perspectivas no sólo en el ámbito social, sino también en la vida de nuestras comunidades. Quién sabe para qué nos está preparando el Señor. A nosotros nos corresponde descubrirlo poco a poco, manteniendo siempre el corazón atento y abierto a la escucha de la Palabra de Dios y de los signos de los tiempos.
Vuestro primer deber como diáconos, queridos hermanos, será precisamente el servicio de la mesa y de la Palabra de Dios. Cualquier tarea que la Iglesia, a través de vuestros superiores, os confíe, será a la luz de estos dos puntos fijos, en los que debéis basar vuestro servicio, y que deben ser constantes siempre, a lo largo de vuestra vida: la mesa, la Eucaristía y la Palabra de Dios. Es la primera diaconía, que el mundo necesita hoy, seguida de la atención a los pobres. Dondequiera que seáis enviados. El servicio a los pobres, a los últimos, la cordialidad con el prójimo, para nosotros los creyentes, sin embargo, no es mera filantropía, sino consecuencia inmediata y natural de la familiaridad con la persona de Jesús. Quizás la filantropía y la caridad hagan las mismas cosas, construyan las mismas casas, se abran a servicios parecidos: los pobres, los que sufren, los discapacitados, en definitiva, los últimos. Pero el estilo y el espíritu con que se lleva a cabo ese servicio es totalmente distinto. La familiaridad con Cristo nos abre a la familiaridad con cada hombre y mujer, y nos libera de toda forma de discordia, de resentimiento, de ira. Nos hace constructores no sólo de buenas obras, sino de relaciones nuevas y redimidas.
El Evangelio que habéis elegido nos ilumina aún más en la misma dirección. Estamos a orillas del mar de Galilea, después de la resurrección, y allí Jesús y Pedro se reencuentran. Tal vez, realmente se encuentran por primera vez. En efecto, después de su traición, Pedro aún no se ha reconciliado con Jesús, no ha abordado el tema tan doloroso de lo sucedido en los momentos de la Pasión.
Sin embargo, Jesús resucitado no pide cuentas a Pedro por su traición, sino que le pregunta una sola cosa: «¿Me amas?». Una pregunta que sin duda inquietó al pescador de Cafarnaúm. Estoy seguro de que esta pregunta, sin embargo, inquieta y provoca a cada uno de nosotros que, jóvenes o mayores, seguramente ya hemos asumido nuestras pequeñas y grandes traiciones.
Con el diaconado asumís en vuestra vida un aspecto específico y constitutivo de la vida eclesial: el servicio. En la Eucaristía, en primer lugar, pero también en la vida del mundo. No se sirve a Cristo si no se sirve al mundo.
No se nos pide que seamos perfectos. De hecho, todos somos frágiles, cojos, imperfectos, pero enamorados de Cristo y sólo por eso estamos al servicio del hombre, de todo hombre. Que esta conciencia de servicio esté y permanezca siempre presente en vuestras vidas.
Una última consideración. Esta diaconía, este amor a Cristo, tiene un lugar y una forma: la Iglesia. Que el vuestro no sea, pues, un camino exclusivamente personal. Decidirse por Cristo significa reconocerse Iglesia. Es en la Iglesia y con la Iglesia donde se concreta esta diaconía, es en la Iglesia donde se parte el pan, donde se proclama la Palabra. Es con la Iglesia que uno se consagra para la vida del mundo. No existe una Iglesia ideal. Sobre aquel Pedro vacilante, temeroso, pecador, Cristo fundó su comunidad. Y detrás de Pedro estamos todos nosotros, temerosos, vacilantes, pecadores como él. Pero también cautivados por el amor a Cristo. Y en esta comunidad eclesial, tal como es, brille vuestro servicio como diáconos: frágiles, pecadores, pero enamorados de Cristo.
¡Este es mi deseo para vosotros y también para cada uno de nosotros!