Homilía Sagrada Familia
Apertura del Año Jubilar
Nazaret, 29 de diciembre de 2024
1Sam 1, 20-22.24-28; 1Jn 3, 1-2.21-24; Lc 2, 41-52
Queridos todos,
¡Que el Señor os dé la paz!
En esta solemnidad de la Sagrada Familia, hoy se abre oficialmente el Jubileo del año 2025, por lo tanto, un año especial.
El Papa ha querido que este año jubilar se centre en la esperanza, una de las tres virtudes teologales, y que en este difícil período de la vida del mundo parece ser la más afectada, debido a las guerras, al odio y en general a tanta violencia que nos rodea. De hecho, es muy difícil hablar de esperanza, creer que hay esperanza, cuando a nuestro alrededor todo habla de guerra, violencia, pobreza y dureza de vida.
Lo hemos experimentado durante demasiado tiempo aquí en Tierra Santa, especialmente en este último año. Pero quizás, incluso antes, teníamos poca fe en el futuro, y pocas ganas de implicarnos. La esperanza, de hecho, es el acicate y el fundamento de toda iniciativa. No iniciamos una nueva actividad si no tenemos confianza en tener éxito, si no aceptamos el riesgo que todo comienzo conlleva, en definitiva, sin no tenemos la esperanza de hacer algo hermoso y grande, de tener éxito en la empresa. No emprendemos una tarea sin la confianza de tener éxito.
La esperanza, de hecho, necesita fe. Fe en Dios, ante todo. No se trata de saber el Credo de memoria, sino de ser consciente de la presencia de Dios en la propia vida. La fe en Dios nos lleva a tener una mirada que va más allá de nosotros mismos, a creer en la obra de Dios, que no es lejana ni inmutable, sino que, por el contrario, actúa en la vida del mundo y del hombre. Tener fe en Dios, significa no solo confiar en las propias acciones y capacidades, que a menudo muestran todas sus limitaciones. Significa saber compartir y confiar la propia vida, la propia pasión, a Dios, sabiendo que, en esa amistad divina, esa vida y esa pasión se volverán más luminosas y más completas. Y, como consecuencia natural, significa también tener una mirada confiada hacia los demás, creer en ellos. Nuestros fracasos no debilitan nuestra fe en Dios, Todopoderoso y misericordioso, sino que la fortalecen, porque en esa relación particular experimentamos cada vez el perdón de Dios y una confianza renovada. Y así, para el creyente, nuestra mirada los demás permanece abierta a la confianza, a pesar de las inevitables dificultades presentes en toda relación humana.
Pero la esperanza también necesita paciencia. San Pablo nos enseña que la paciencia cristiana es la capacidad de afrontar la vida con sus problemas y vicisitudes: «Nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, y la paciencia, virtud probada, y la virtud probada, esperanza» (Rm 5,3-4). La paciencia sin esperanza no es más que una dura resignación ante un destino contra el que es inútil luchar. La esperanza sin paciencia es engaño, porque nos induce a creer que obtendremos lo que deseamos sin el esfuerzo de vivir.
La esperanza, también, requiere saber esperar. Vivimos en un tiempo que no sabe esperar, que lo quiere todo i de inmediato, que no sabe mantener separados en el tiempo el deseo de un bien y su consecución. Queremos la paz de inmediato, ahora. Queremos el fin del dolor ahora. Queremos la solución de nuestros problemas ahora y no nos resignamos a la idea de que debemos esperar, con paciencia, pero sin resignarse.
La esperanza, de hecho, ilumina la espera con la acción. El tiempo presente, con todas sus dificultades, no cesa en su acción, en el deseo de construir algo hermoso, de colaborar en la construcción de un edificio sólido de amistad, de solidaridad, de amor. La esperanza exige también saber confiar a los demás, con tiempo y paciencia, el fruto del propio trabajo.
El Evangelio que hemos escuchado tiene una expresión que viene en nuestra ayuda: «María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,51). La Virgen María pasó en poco tiempo por vicisitudes increíbles, que dieron un vuelco a su vida. Su historia, su relación con ese Niño que es su Señor y su carne, que es la Vida a la que está dando vida, ha superado ya por muchas pruebas. Pero todavía no puede comprender del todo lo que le ha sucedido. María guarda en su corazón la exaltación del anuncio del ángel, el canto del Magnificat que brotó de su corazón cuando se encontró con Isabel, el momento único, súbito y sorprendente en que lo sintió moverse dentro de ella por primera vez. Y luego el aviso del censo, dejando el hogar materno y afrontando un largo viaje. La llegada a Belén, donde no hay sitio para ellos, y el nacimiento en la Gruta. Y luego su crecimiento como niño, enseñando a los eruditos en el Templo. ¿Cuántas dificultades, cuántos «porqués» golpearon su corazón y su mente? «María, por su parte, guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón»
Guardar es más que preservar: es dejar que el tiempo nos haga comprender poco a poco los acontecimientos, y no resignarnos a ellos, sino vivirlos con confianza. La certeza de que nada nos separará del amor de Dios, la seguridad que nos da su fidelidad, no puede fallar, y nada, absolutamente nada ni nadie podrá separarnos jamás del amor de Dios. Este es el fundamento de nuestra esperanza.
Según la Biblia, en el jubileo se libera a los presos, se cancelan las deudas, se devuelven las propiedades e incluso la tierra descansa. Experimentamos la reconciliación con Dios y con los demás, se vive en paz con todos y se promueve la justicia. Es una renovación espiritual, personal y comunitaria (Lev 25; Is 61,1-2). Al comienzo de su ministerio público, precisamente en Nazaret, Jesús dirá que el verdadero jubileo se realiza en el encuentro con Él y en la escucha de su palabra (Lc 4,18-19).
En esta terrible guerra, no sólo hay muchos prisioneros, de todas las partes, que necesitan volver a ver la luz de la libertad. Ampliando nuestra mirada a todos nosotros, creo que, de un modo u otro, todos somos prisioneros de esta guerra y de sus consecuencias. El odio, el resentimiento y el miedo nos mantienen bloqueados en las relaciones, en la confianza mutua. Estamos cerrados, aprisionados en nuestros miedos, que no nos permiten tener valor, tener una mirada de confianza y por tanto también de esperanza hacia los demás, hacia el futuro. Hacia Dios, como Aquel que es capaz de traer vida incluso donde todo parece muerto y acabado.
Realmente necesitamos un jubileo, que Dios cancele nuestras deudas, que quite de nuestros hombros y de nuestros corazones el peso insoportable de nuestros pecados, de nuestros miedos, que traiga luz a nuestros ojos, para que podamos ver el cumplimiento de Su Reino, que no es de este mundo, pero que da sentido a nuestro estar en el mundo. En el fondo, ese el sentido de la indulgencia, que podremos obtener durante este año: recibir el perdón de Dios, para nos reabra nuestro corazón a la confianza y a la esperanza, que Él olvide por completo nuestro pecado, y nos permita retomar el camino hacia el cielo con un espíritu nuevo, con un corazón nuevo, y con el impulso gozoso de quien ha encontrado un tesoro perdido.
Realmente necesitamos esta renovación espiritual, que devuelva a nuestros hogares y comunidades la confianza en la obra de Dios, y con ella la esperanza activa de poder obtener un día la paz que todos deseamos.
Que la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, nos acompañe y proteja en este camino, nunca sencillo, pero siempre maravilloso.
+Pierbattista
*Traducción no oficial, en caso de cita, utilice el texto original en italiano e inglés – Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino