Reflexión sobre Nicea 2025
Jerusalén, Patriarcado Latino, 20 de mayo
Queridos hermanos y hermanas
¡Que el Señor os dé la paz!
(Saludos Iniciales)
Hoy, en todo el mundo, las Iglesias recuerdan y celebran el aniversario del acontecimiento quizá más importante en la historia de la Iglesia, después del nacimiento de la Iglesia misma. En efecto, Nicea, el Concilio que reunió a los obispos de la Iglesia de la época, expresión de las diferentes almas y visiones del mundo de aquel tiempo, configuró la fe cristiana para todas las generaciones posteriores. Desde entonces, ininterrumpidamente, en todas las Iglesias, cada cristiano, cada creyente en Cristo, pronuncia esas mismas palabras y alimenta su fe con esas mismas expresiones.
La persona de Jesús nunca ha dejado de fascinar al mundo. Su venida al mundo cambió la historia, planteó interrogantes e incluso creo rechazo y oposición. En resumen, en todas las épocas, en cierto sentido, Jesús nos ha obligado a tomar posición ante él.
Aceptar a Jesús como Hijo de Dios, y Dios mismo, supuso en efecto una novedad perturbadora para el mundo cultural de la época. ¿Cómo podía pertenecer a la divinidad un hombre de carne y hueso como nosotros? ¿Cómo podía ser a la vez Hijo de Dios y Dios mismo, de su misma sustancia? ¿Cómo podía un hombre morir y resucitar, ser hombre y Dios? Era algo totalmente inconcebible, pero al mismo tiempo algo que seguía fascinando a los creyentes de todo el mundo. Y desde el principio se sucedieron y multiplicaron diferentes hipótesis y propuestas sobre la identidad del Hijo de Dios, todas nacidas con el intento de conciliar la figura disruptiva de Jesús, Hijo de Dios y Dios, con la pequeña mente humana. Ni siquiera existían palabras para expresar tal misterio. Incluso entonces no faltaron acaloradas divisiones entre las diferentes almas de la Iglesia.
Hace 1700 años, precisamente en Nicea, la Iglesia reunida en la figura de sus obispos, en un contexto religioso, cultural y político no menos problemático que el actual, tuvo el valor y la audacia de dar por finalmente a la fe una forma, común a todos, pero al mismo tiempo clara, acuñando también una terminología nueva, capaz de encerrar, en la medida de lo posible, dentro de esas palabras, el misterio de la Encarnación.
Desde entonces, como he dicho, Nicea sigue siendo para cada uno de nosotros una referencia indispensable para la vida de nuestras respectivas Iglesias: desde la comprensión y definición de la fe hasta la fecha de la Pascua, y mucho más. Nicea, en definitiva, fue el momento en que la Iglesia supo interpretar la necesidad de expresar la fe, de expresarla según las categorías culturales de la época. En la medida de lo posible para el lenguaje humano, la Iglesia fue capaz de dar expresión al misterio del Verbo hecho carne que habitó entre nosotros y de su presencia continua en la Iglesia.
Ciertamente, desde entonces, la historia ha marcado la vida de nuestras respectivas Iglesias. Hemos conocido divisiones, incluso dolorosas. Todos hemos tenido que asumir nuestras pequeñas y grandes infidelidades, que han herido al único Cuerpo de Cristo, la Iglesia. No pocas veces nos hemos entregado a nuestra lógica de poder, en lugar de servir al Cuerpo Místico de Cristo.
Pero incluso dentro de toda nuestra pequeñez, para todos, Nicea sigue siendo un punto de referencia indispensable hasta nuestros días. Iglesias ortodoxas, católicas, anglicanas, protestantes... cualquier cristiano, sea cual sea la Iglesia a la que pertenezca, no puede evitar enfrentarse a lo que los obispos de la Iglesia de hace 1700 años fueron capaces de elaborar, ciertamente bajo la acción del Espíritu Santo.
Hoy vivimos tiempos que no muy distintos a los de hace 1700 años. Por una parte, las complejidades políticas y las lógicas del poder mundano, que subyugan a pueblos enteros, interpelan enormemente la vida de las Iglesias. Pero también el mundo cultural y las diversas instancias de lo que hoy llamamos «modernidad» interpelan la vida de todas nuestras Iglesias respectivas: la idea del hombre, la familia, la necesidad de comunidad, el papel de la tecnología en la vida personal y social, los modelos económicos y sociales que se van configurando, las migraciones de pueblos enteros, las sociedades cada vez más plurales desde el punto de vista religioso y cultural... la lista de exigencias que plantea el mundo moderno es amplia y también histórica.
Y en este contexto, todos estamos llamados, como única Iglesia de Cristo, a dar una respuesta a las preguntas que hoy se plantea la humanidad.
Nuestra respuesta es la misma de siempre y nunca cambiará. Cristo es la respuesta. Pero como hace 1700 años, hoy estamos llamados a poder expresar nuestra fe en Cristo de un modo valiente y audaz, comprensible y clara.
No se trata de reescribir el Credo de Nicea. Ese texto seguirá siendo, y para siempre, la referencia para la vida de todos los creyentes en Cristo. Se trata, más bien, de hacer creíbles y comprensibles esas palabras y expresiones para el mundo cultural de hoy. Ciertamente, debemos seguir diciendo que Cristo es el Hijo unigénito de Dios, engendrado y no creado, de la misma sustancia que el Padre, que el Espíritu nos ha dado. Y que, en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, una, santa, universal y apostólica podemos encontrarle todavía hoy.
Sólo hay un modo de dar a esas expresiones aparentemente alejadas de la vida del hombre de hoy, concreción y vitalidad, comprensión y credibilidad: el testimonio.
La Iglesia de hoy está llamada no sólo a recitar el credo, sino a hacerlo vivo y creíble a través del testimonio de sus miembros. Cuando el hombre moderno se encuentra con comunidades que no son perfectas, pero en las que la vida fluye y en las que puede encontrarse a sí mismo, cuando ve a cristianos que son felices a pesar de las dificultades de la vida, cuando se encuentra con pastores dispuestos a dar la vida por su rebaño, cuando, en definitiva, la Iglesia todavía sabe marcar la diferencia con respecto a la vida y a los criterios del mundo, entonces surgirán las preguntas: ¿Por qué sois así? ¿De dónde sacáis esa fuerza? Nuestra respuesta será la de la Iglesia de hace 1700 años. Entonces aquellas palabras y expresiones, inicialmente tan oscuras, se volverán luminosas, y seguirán iluminando la vida también del mundo venidero.
Este es mi deseo para todos nosotros.
¡Feliz aniversario!
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino