Prot. (1) 403/2025
A la Diócesis del Patriarcado Latino de Jerusalén
Carta de Cuaresma
Queridos,
En este año jubilar, iniciamos el camino de la Cuaresma escuchando juntos nuevamente el anuncio que, a través de las palabras del apóstol Pablo, llena de esperanza este tiempo santo y todos los tiempos: «Dios reconcilió al mundo consigo en Cristo, no imputando a los hombres sus pecados, sino confiándonos a nosotros la palabra de la reconciliación» (2Co 5,19, segunda lectura de la Misa del Miércoles de Ceniza).
Permítanme sugerirles algunas reflexiones.
1. La Cruz de Cristo
Este es el corazón de la Pascua, aquí nace y se funda la gran esperanza de la Iglesia y del mundo: las palabras violentas del rencor y del odio, los discursos prepotentes del conflicto y de la recriminación, no pueden impedir que Dios pronuncie en Cristo la palabra de la reconciliación: ¡Ave Crux, spes unica!
Que la Cuaresma, signo sacramental de nuestra reconciliación, sea para nosotros una nueva posibilidad, un don renovado del Espíritu que nos conduce con Cristo al desierto para que con Él podamos volver a escuchar de nuevo la palabra de gracia y de perdón. La Pascua, que celebraremos dentro de cuarenta días, no es un simple recuerdo de un acontecimiento pasado, sino que es el memorial vivo y actual de la gracia de Dios, que nos reconcilia consigo en la Cruz de Cristo y nos hace criaturas nuevas. Por el poder de Dios, en la cruz de Cristo asistimos a una inversión de los criterios humanos: de la venganza al perdón. Es la transformación pascual de la muerte en vida, es la superación evangélica de la condena por el perdón: «Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos... de modo que si alguno está en Cristo, es una criatura nueva; las cosas viejas pasaron; ¡Mirad: han nacido nuevas!». (2Cor 5, 15.17).
Necesitamos esta palabra nueva, esta palabra de la Cruz, que puede parecer locura a los poderosos y sabios de este mundo y de estos días, pero que, precisamente al trastocar los criterios mundanos, es la única palabra capaz de reabrir caminos de esperanza y de paz. El camino de la Cruz, el Vía Crucis por el que aprendemos, con esfuerzo pero con alegría, la nueva lógica del don y del perdón, reclama hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, familias y niños dispuestos a recorrerlo renovando mentalidades y actitudes. Sólo así podremos esperar un futuro de paz.
Deseo, por tanto, que todos nosotros, personas y comunidades, encontremos en estos días santos, espacio y tiempo para contemplar la Cruz de Cristo, releyendo y meditando los relatos de la Pasión, participando en el piadoso ejercicio del Vía Crucis, visitando -quienes tengan la oportunidad- los lugares marcados por el paso del Señor hacia el Calvario y el Sepulcro: que ante nuestros ojos brille con luz nueva el Crucificado que en esta misma tierra tomó sobre sí nuestro pecado, más aún, «al que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios» (2Co 5, 21).
2. El sacramento de la reconciliación
«Todo esto, sin embargo, proviene de Dios, que nos reconcilió consigo mismo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación» (2Co 5,18).
Pero la palabra de reconciliación, para ser eficaz, debe convertirse en ministerio, es decir, en servicio, en compromiso de las personas y de las comunidades. El don no es mágico, sino que pide ser acogido, testimoniado, vivido y compartido. Por tanto, sintámonos todos implicados y corresponsables, pastores y fieles laicos, religiosos y religiosas, en llevar la palabra al mundo y el servicio de la reconciliación: «Porque somos embajadores de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros» (2Co 5,20).
La gracia de la reconciliación necesita de nuestra palabra, de nuestro ministerio, de nuestra misma vida reconciliada y, por tanto, hecha signo e instrumento de reconciliación. Sería superfluo que siguiera repitiendo aquí lo que no me he cansado de repetir en todas partes durante los terribles meses que hemos vivido. Pero no podemos dejar de escuchar el deseo, más aún, el grito de reconciliación que surge de tantas personas y situaciones heridas, humilladas, ofendidas por la violencia y el mal que nos ha afectado a todos. Junto a la devastación de la tierra, hay una devastación del corazón, de las relaciones, de las personas, que exige ser reconstruida. Nosotros, cristianos, que nos gloriamos en la Cruz de Cristo, reconciliados con Dios, estamos llamados a reconciliarnos unos con otros y luego a difundir, propagar palabras, gestos, estilos de reconciliación.
En este sentido, quisiera invitar a todos, pastores y fieles, a una celebración auténtica, devota y frecuente del sacramento de la Penitencia, donde la experiencia de la gracia del perdón se hace viva y concreta, y por tanto capaz de inspirar e iluminar la vida.
Reconocer y confesar el propio pecado, el mal que consentimos y que nos aleja del camino del Señor, recibir la gracia del Sacramento que nos hace amigos de los enemigos y nos hace justos de los pecadores, redescubrirnos perdonados, acogidos y amados nos hará más dispuestos a acoger, amar y perdonar incluso al enemigo.
3. Ayuno, oración y caridad
«Por nuestra parte, no demos motivo de escándalo a nadie, para que no se culpe a nuestro ministerio; antes bien, presentémonos en todo momento como ministros de Dios, con gran firmeza en la tribulación, en la necesidad, en la angustia, en los azotes, en las cárceles, en los tumultos, en los trabajos, en las vigilias, en los ayunos; con pureza, con sabiduría, con paciencia, con bondad, con espíritu de santidad, con amor sincero; con palabras de verdad, con el poder de Dios; con las armas de la justicia a derecha e izquierda» (2Co 6,3-7).
La paz, don pascual del Resucitado a su pueblo y al mundo, brota de sus llagas gloriosas, de su vida entregada por amor hasta el final. No tengamos miedo, por tanto, de «pagar» con el don de nosotros mismos el resurgir de las comunidades, de las relaciones y de vínculos reconciliados y fraternos en medio de tanta muerte y rencor. Recrear y ampliar los espacios, externos e internos, en los que la voz de Dios y las expectativas de tantos hermanos y hermanas puedan volver a resonar y encontrar oídos que las escuchen puede requerir, y a veces exige, la renuncia a algo de nosotros mismos, incluso a lo que nos corresponde. Nos convertimos en hombres y mujeres de reconciliación y de paz en la medida en que también estamos dispuestos a renunciar -es más: donar- incluso a lo que nos corresponde, a nuestro propio derecho, para que el amor y el perdón resplandezcan como nuestra forma de vida.
Os invito, pues, a practicar la renuncia que se convierte en don, volviendo con convicción y decisión al ayuno, acompañado de momentos de oración en familia, y sostenido por una atención especial a los pobres de nuestra comunidad. La renuncia al alimento y a todo lo que pesa en la mente y el corazón, un clima intenso de oración y la atención a los pobres, son el fundamento esencial de nuestra relación con Dios y con los hermanos. Son una condición esencial para que renazca la lógica del don que todo lo comparte. La Eucaristía pascual que celebraremos con alegría dentro de cuarenta días tendrá entonces el verdadero sabor del amor que vence a la muerte.
Queridos hermanos, no desperdiciemos este tiempo que la misericordia de Dios nos da. No se trata simplemente de otra Cuaresma: si queremos, puede convertirse en otra Cuaresma, nueva. Este tiempo santo puede convertirse realmente en un jubileo, es decir, en un tiempo de consolación y de reconciliación para esta tierra nuestra. Es cierto: la tentación de la resignación es fuerte ante la fragilidad de los equilibrios sociales, políticos y a veces incluso comunitarios, así como ante la dificultad de imaginar un futuro. Pero queremos atrevernos a la esperanza, que es hija de la fe. A 1700 años después del Concilio de Nicea, reafirmamos con fuerza que Jesús es verdaderamente el Hijo eterno de Dios hecho hombre por nosotros. Que con su muerte y resurrección sembró en los surcos de la historia una semilla inmortal de vida y de salvación. En el duelo entre la Muerte y la Vida, ha vencido el Señor de la Vida y triunfa su amor victorioso. ¡Queremos librar con Él el buen combate de la fe, con la esperanza cierta de que nuestro testimonio cristiano y nuestro ministerio de reconciliación darán fruto!.
¡Santa Cuaresma para todos vosotros!
Jerusalén, 3 de marzo de 2025
+Pierbattista Card. Pizzaballa
Patriarca de Jerusalén de los Latinos