29 de junio de 2025
Solemnidad de San Pedro y San Pablo, C
Mt 16, 13-19
En el pasaje del Evangelio de hoy (Mt 16,13-19) leemos la primera parte del episodio de Cesárea de Filipo, en la que Jesús pide a sus discípulos que le digan qué piensa la gente de Él, y qué piensan ellos mismos sobre quién es este "hijo del hombre" (Mt 16,13) al que han unido sus vidas.
Para decir algo sobre Jesús, la multitud y los discípulos se refieren a los grandes profetas del pasado ("Algunos dicen que es Juan el Bautista, otros Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas" - Mt 16,14): es decir, captan que se trata de una persona grande, especial, pero no diferente de otros que ya han formado parte de la historia bíblica. No notan nada nuevo, no van más allá, y ven en Él los mismos gestos, las mismas actitudes, la misma Palabra que fueron reveladas al pueblo a través de todos los demás enviados de Dios.
Por un lado, es cierto, pero ciertamente no lo es todo. Jesús está en continuidad con toda la historia llevada a cabo por Dios hasta ese momento, pero no es solo eso. Esta historia, en Él, encuentra su revelación definitiva.
El pensamiento de la multitud es un pensamiento simplemente humano, que proviene de "carne y sangre" (cf. Mt 16,17: "porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado, sino mi Padre que está en los cielos"), fruto de su reflexión, de su razonamiento. Los discípulos, sin embargo, no pueden detenerse en un conocimiento de Jesús tan limitado y superficial.
La respuesta de Pedro, por lo tanto, va más allá. Lo que falta en el pensamiento de la multitud con respecto a Jesús, lo que ellos no pueden ver, se les da a los discípulos gracias a una inspiración del Padre que está en los cielos (Mt 16,17).
No proviene de la carne ni de la sangre, no nace de la observación, del pensamiento ni de la experiencia de Pedro.
No se detiene en algo ya conocido y familiar, sino que se abre a una revelación, a una luz que Pedro y los otros discípulos no pueden darse a sí mismos.
La persona de Jesús, de hecho, tiene algo inaudito y escandaloso, que la carne y la sangre por sí solas no pueden comprender. Se trata de convertirse a una idea de Dios que se revela en la carne y en la vida de un hombre como nosotros. Y esta comprensión no nace de un esfuerzo de la inteligencia, sino de dejarse atraer por el Padre, nace de la admiración.
Quien acoge este don no es mejor que los demás, no es más merecedor. Quien lo recibe es bienaventurado (Jesús le dijo: «Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás» - Mt 16,17), es decir, se convierte en destinatario de la mayor riqueza de humanidad que pueda ser posible para una criatura, la de quien descubre que Dios está presente en su propia historia pobre y limitada.
Quien acoge este don amplía su vida a dimensiones infinitas, a nuevas relaciones, y así nace la Iglesia («Yo te digo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» - Mt 16,18), pueblo de personas que se asombran por el misterio de Dios revelado gratuitamente a los pequeños.
Y puesto que no nace de sangre y carne, la Iglesia no puede ser destruida por los poderes humanos («las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» - Mt 16,18): podrán hacerle la guerra, intentarán eliminarla, pero no lo lograrán, porque lleva en sí la vida misma de Dios, que no puede morir.
La continuación del pasaje, que hoy no leemos, sin embargo, nos dice que existe un peligro para la Iglesia.
No es un peligro que venga de fuera, de enemigos externos, de quienes tienen una actitud hostil hacia la Iglesia. El peligro para la Iglesia viene de dentro, de la tentación de sus discípulos de volver a un pensamiento que no es el de Cristo, el de la Pascua.
Inmediatamente después, de hecho, Jesús habla de su pasión («Desde entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y sufrir mucho» - Mt 16,21) y ese mismo Pedro que poco antes había hecho su alta profesión de fe, muestra estar todavía totalmente inmerso en una lógica humana, que proyecta sobre el mismo Dios esa hambre de poder y éxito que el Dios de Jesucristo de ninguna manera puede atribuirse a sí mismo.
Así, esta es la Iglesia. Una comunidad que, no en la carne y la sangre sino en el Espíritu Santo, descubre cada vez más el Rostro verdadero de Dios para luego darlo a conocer al mundo.
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino