14 de septiembre de 2025
Fiesta de la Exaltación de la Cruz
Jn 3,13-17
En el Evangelio del domingo pasado escuchamos que quien quiere seguir al Señor es como el constructor que, antes de construir una torre, se sienta a calcular cuidadosamente, si tiene los medios para completar la obra (Lc 14,28-30). O como el rey que, queriendo hacer la guerra, primero se sienta a ver si tiene suficientes hombres para combatir, de lo contrario renuncia. (Lc 14,31-32).
Partamos de aquí para entrar en el Evangelio de la fiesta de hoy (Jn 3,13-17), la fiesta de la Exaltación de la Cruz.
De hecho, mientras habla con Nicodemo, Jesús utiliza una imagen tomada del Libro de los Números (Nm 21,4b-9), donde vemos que el pueblo en el desierto está en dificultades. Han comenzado su camino hacia la libertad, pero en un momento dado, ya no pueden soportar más ele camino y comienzan a pensar que todo lo que están viviendo no sirve para nada; que el Señor los ha engañado, que no quiere su vida, sino su muerte.
Nosotros también somos así. Estamos en camino, y el camino es difícil, y nos viene a la mente que, si el camino es difícil, es porque Dios no está con nosotros, porque Dios no se interesa por nosotros. Precisamente esta duda es el veneno que las serpientes insinúan en nosotros, y es un veneno que lleva a la muerte.
Entonces el Señor envía una señal para que el pueblo cansado pueda volver a aprender a confiar de nuevo, a creer en el amor de Dios.
Lo interesante es que el Señor no elimina a las serpientes, que siguen mordiendo a la gente; no las elimina, sino que ofrece un antídoto más fuerte que el veneno, un antídoto que puede neutralizarlo.
El mal permanece, pero no necesariamente lleva a la muerte.
¿Y cuál es este antídoto, qué debe hacer la gente?
Paradójicamente, no es la gente la que debe luchar contra las serpientes, no debe tratar de eliminarlas: nunca lo logrará, porque no somos nosotros, solos, los que vencemos el mal.
Debe sentarse y levantar los ojos para mirar a la serpiente elevada. Nada más. Y quien lo hace, permanece con vida.
El símbolo mismo de la muerte, el de la serpiente, se convierte en símbolo de vida.
Jesús reinterpreta esta señal a partir de lo que será su destino como hombre crucificado: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también el Hijo del Hombre debe ser levantado, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna». (Jn 3,14-15).
Su vida y su muerte son como la serpiente elevada, visible para todos, y quien la mira ve algo que puede curarlo en lo más profundo de su corazón. Ve el amor del Padre por cada hombre: "Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).
El mal no se elimina: existe, y es un mal que genera muerte, un mal que quiere detener el camino del pueblo hacia la libertad, hacia la vida eterna. El mal es, en definitiva, la falta de confianza, la falta de amor. Pero la fiesta de hoy nos dice que la cruz puede liberarnos de este mal, la cruz es el antídoto que puede salvarnos. Solo la cruz puede hacerlo.
Porque quien levanta los ojos y contempla al Señor crucificado, ya no puede pensar que Dios no nos ama.
Por el contrario, Dios tiene para nosotros un amor que no conoce límites, que va más allá de toda imaginación. Es un amor que no juzga nuestros errores, sino que se hace presente allí donde cada uno de nosotros se pierde.
Una única condición: que ese amor sea contemplado, reconocido, y la fiesta de hoy nos invita precisamente a esto, a reconocer cuán precioso es este símbolo en nuestra vida, a levantar la mirada una vez más.
Hemos sido salvados por un amor que supo transformar el mal en bien, y esta es también nuestra vocación, esta es la vida eterna.
Si queremos seguir al Señor, entonces, no hay que hacer cálculos para medir nuestro propio potencial, sino que hay que levantar la mirada y ver la medida infinita de amor que se ha revelado en la cruz del Señor.
+Pierbattista