24 de diciembre de 2023
IV Domingo de Adviento, año B
Lc 1,26-38
El Evangelio de hoy (Lc 1,26-38) nos brinda la oportunidad de ver como se produce el encuentro entre Dios y su pueblo.
Para que el encuentro se produzca, se necesita ante todo un tiempo y un espacio precisos: es el sexto mes (Lc 1,26) desde el anuncio del nacimiento de Juan, y estamos en una ciudad de Galilea, Nazaret. En esta ciudad, el ángel Gabriel entra en la casa de una joven (Lc 1,26-28).
Ese tiempo, ese lugar, no fue diferente ni mejor que el tiempo y el lugar en el que nos encontramos ahora.
Ese también fue un momento difícil de conflicto y sufrimiento; y ese lugar era cualquier pueblo, como el nuestro, donde fluye la vida normal de cada persona, con sus alegrías, sus penas, sus esperanzas.
Es allí donde se cruzan el destino de Dios y el del hombre. No fuera del tiempo y el espacio, no en un tiempo y espacio ideales. Pero aquí y ahora, decir que el encuentro puede ocurrir en cualquier lugar; decir que el encuentro no depende de las condiciones externas, sino del espacio y el tiempo que hay en nuestro interior. Si el espacio y el tiempo están abiertos, el encuentro tiene lugar.
María es este espacio. Un espacio pobre, porque la virginidad (Lc 1,27) es ante todo una forma de pobreza, de impotencia, de acogida.
María da espacio y tiempo al Señor, es decir, escucha; escucha lo que el ángel tiene que decirle. En cierto sentido, las palabras del ángel recorren los caminos de nuestra humanidad, de nuestros sentimientos más profundos.
En primer lugar, la alegría: el ángel no trae un anuncio de desgracia, una amenaza de venganza. Dios tiene un deseo de gozo para el hombre, y este es su primer mensaje: "¡Alégrate!" (Lc 1,28). La alegría tiene una razón precisa y cierta: «El Señor está contigo» (Lc 1,28). Es el anuncio que vuelve a toda vocación del Antiguo Testamento, es lo principal que Dios dice cuando confía una misión a alguien: el Señor está contigo, es decir, no estarás solo en la realización de este plan de salvación, que se cumplirá en la medida en que acojas mi cercanía, mi presencia. La alegría es siempre el signo de una alianza renovada, de una relación restablecida, de un encuentro: no hay alegría en una vida aislada en soledad.
Luego hay una invitación a no tener miedo (Lc 1,30). Es decir, la invitación a confiar todo temor al Señor, a no dejarnos atrapar por el miedo, a no escuchar la voz en nosotros que dice que ya nada es posible. María también está turbada (Lc 1,29), y en su confusión se pregunta el sentido de lo que está sucediendo. Y al preguntar-se-lo, se abre a un significado mayor. El miedo puede convertirse en el primer paso hacia la fe.
Finalmente, el mensaje del ángel intercepta un deseo profundo y verdadero del hombre, de todo lo que en nosotros pide vida, plenitud: María está llena de gracia (Lc 1,28), y el Espíritu desciende sobre ella y la cubre con su sombra (Lc 1,35). La referencia es al Éxodo (Ex 40,34-35), donde se habla de la nube que se posa sobre la tienda del encuentro y asegura al pueblo en su camino la presencia de Dios, que camina con ellos. Porque una vida plena es posible donde Dios camina con nosotros, y nosotros con Él.
María ya no es una simple muchacha de Nazaret: es la casa de Dios, su morada.
A través de su sí, Dios pudo cumplir su promesa, la que le hizo un día a David, de construir una casa donde pudiera habitar para siempre con el hombre.
Todo esto sucede "sólo" porque María ha escuchado: y escuchar significa confiarse a la fuerza de la Palabra, confiar, dejarse hacer, creer. Cuando esto sucede, cuando la Palabra es escuchada, aceptada, entonces se hace carne, se convierte en nuestra carne, en nuestra vida. En María, esta aceptación del Espíritu generó la carne de Jesús, permitió que su divinidad hiciera un hogar entre los hombres.
Pero también nosotros, cuando escuchamos, generamos a Dios en nuestra vida, nos convertimos en su morada.
Y esto nos quita el miedo, nos devuelve los motivos de alegría, es nuestra plenitud de vida.
No solo para nosotros, sino para todos los que viven con nosotros.
+Pierbattista