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Meditación de S. B. Card. Pierbattista Pizzaballa, Patriarca Latino de Jerusalén: XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, año A

Meditación de S. B. Card. Pierbattista Pizzaballa, Patriarca Latino de Jerusalén: XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, año A

XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, año A

Mateo 22, 1-14

 

Las parábolas que hemos escuchado en los últimos domingos nos han recordado una realidad fundamental de nuestra fe, el hecho de ser llamados: el Padre llama a sus hijos a acoger su don, a participar en su vida.

Pero si el tema de la viña, protagonista de las últimas parábolas, podría sugerir que la llamada de Dios se dirigía a la fatiga del trabajo pesado, la parábola de hoy (Mt 22,1-14) corrige el objetivo y aclara los términos del contrato.

La llamada de Dios no es la de un patrón que explota a sus trabajadores para su propio beneficio, sino la de un rey que nos invita a una boda: estamos invitados a una fiesta, y este es el primer hecho importante del Evangelio de hoy.

Un hecho tan importante que vale la pena detenerse un momento, y recordar, por ejemplo, que el Evangelio de Juan abre la serie de signos de Jesús precisamente con un banquete de bodas (Jn 2,1-11), en el que Jesús, invitado, da vino nuevo y alegría nueva. La boda se convierte así en el símbolo de lo que está a punto de suceder a la humanidad gracias a la presencia de Cristo entre nosotros: la alianza que Dios siempre ha tratado de estipular con sus hijos ha llegado ahora a un punto de inflexión, a una nueva posibilidad de cumplimiento. El Reino está realmente muy cerca.

Esto es lo que dice la parábola de hoy, que consta de tres partes.

En la primera (Mt 22,2-7) sorprende un hecho extraño, a saber, que los invitados elegidos para participar en la boda rechazan la invitación, y lo hacen para ir cada uno a sus pequeños asuntos e intereses.

En efecto, algunos invitados, al igual que los viñadores del domingo pasado (Mt 21,33-43), se muestran violentos con los mensajeros del rey hasta el punto de matar a algunos de ellos.

¿Cómo es esto posible?

La alegría, de la que la boda es símbolo, es un sentimiento difícil, porque presupone la capacidad de acoger y de recibir, de dejar espacio a la vida. Presupone un corazón pobre. Y a menudo preferimos aferrarnos a nuestras pequeñas seguridades en lugar de aceptar la vida como un don.

Pero Dios no renuncia a su designio, el de hacer partícipe al hombre de su propia vida, y hace algo inesperado, porque es típico del amor el de no rendirse ante los obstáculos, sino el de saber transformarlos en posibilidades, de manera creativa.

Y así estamos en la segunda parte de la parábola (Mt 22,8-10): el rey observa que los invitados no eran dignos de ello y extiende su invitación a todos, buenos y malos. He aquí la segunda rareza de la parábola: los invitados rechazan la invitación y se vuelven indignos; todos los demás, buenos y malos, la acogen y se hacen dignos de ella.

Este adjetivo, digno, lo encontramos hace varios domingos (domingo XIII): en Mt 10,37-42 ("El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; ... quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí..."), al final del discurso misionero, este término había vuelto varias veces. Y decíamos que no es el bueno el que es digno, sino el que escucha, el que acoge la llamada, el que se abre a un mundo más grande, el que se deja investir de la misma dignidad de Dios; digno es el que vive como un hijo, y todos estamos llamados a esta dignidad.

Y así llegamos a la tercera parte de la parábola (Mt 22,11-13), que nos revela que hay otra razón que nos impide abrir nuestro corazón a la alegría de la boda: luchamos para acoger el don de la vida de Dios porque, en el momento en que lo aceptamos, el don transforma nuestra existencia, nos hace dignos.

De hecho, después de que el rey ha extendido su invitación a todos, y después de que los pobres y los más pequeños han aceptado la invitación, entra en la habitación, vislumbra a un invitado sin vestido de boda y lo echa fuera, por lo que su destino se vuelve similar al de los primeros invitados, que se han excluido de la fiesta:  el también pasa de digno a indigno.

Por lo tanto, no es posible entrar en la fiesta sin dar un paso, sin vivir de una manera nueva, sin dejarse transformar por la amistad con el Señor.

Quien pretende hacerlo, quien quiere permanecer en su antiguo modo de vida, lo pierde todo, al igual que el vino nuevo -para permanecer en el contexto del banquete de bodas- que no se puede verter en odres viejos (Mt 9,17): ambos se pierden.

Todos, pues, somos llamados (Mt 22,14); pero no todos los llamados están dispuestos a nacer de nuevo, a asumir la dignidad de Cristo. No todos están dispuestos a abandonar su propia medida de vida para abrirse a una mayor medida de amor, la misma que Aquel que aceptó perder su dignidad para no dejar de amar, para invitar a su fiesta.

+Pierbattista