XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, año A
Mateo 22, 15-21
Estamos en el capítulo 22 del Evangelio de Mateo: después de la parábola que escuchamos el domingo pasado, ahora el evangelista presenta una serie de diatribas, provocadas por algunas preguntas planteadas a Jesús por los dos grupos más representativos del judaísmo de su tiempo: los fariseos y los saduceos.
Las preguntas giran en torno a cuestiones candentes de política y religión, pero la intención de los interlocutores no es sincera: su deseo no es profundizar en estos temas, sino poner a Jesús en dificultades. Mateo lo deja claro desde el principio (Mt 22,15).
La clave para leer el pasaje evangélico de hoy (Mt 22,15-21) podría ser la de "mirar": la terminología que gira en torno a ver, mostrar, mirar, de hecho, vuelve varias veces.
Por lo tanto, los discípulos de los fariseos y herodianos son enviados a Jesús para tratar de atraparlo, y comienzan su larga premisa con falsas palabras de agradecimiento, en las que se dirigen a él como alguien que "no mira a nadie a la cara" (v. 16), o como una persona libre, que no oculta lo que piensa.
Ante la petición de los enviados de los fariseos y de los herodianos, Jesús pide que se le muestre una moneda (v. 19). Jesús la mira, y después, de alguna manera, invita a sus interlocutores a hacer lo mismo, a responder a su pregunta sobre quién es la imagen y la inscripción.
Me parece que la cuestión es, por tanto, precisamente la de mirar.
En primer lugar, están los líderes, las personas religiosas, que miran a Jesús, pero no pueden ver más allá de lo que ya han decidido que quieren ver: una persona incómoda, que debe ser eliminada.
Luego está la mirada de Jesús: su mirada es una mirada profunda. Ve a las personas que tiene delante y comprende que en realidad no le miran, no le ven: solo intentan ponerle en dificultades.
Además, Jesús ve claramente cuál es esta dificultad, dónde está la trampa: para sus interlocutores, pagar tributo al César significaría aceptar la dominación enemiga, significaría dar al César algo que no es suyo, que no le pertenece, que pertenece solo a Dios.
Para Jesús, el problema no se plantea en estos términos.
Se trata más bien de saber mirar, de ver que todo lleva en sí mismo una imagen y una inscripción: hay cosas que llevan la imagen del César y otras que llevan la imagen de Dios.
Lo importante es, simplemente, distinguir uno del otro y para ello hay que saber mirarlos bien, con esa mirada libre que los fariseos y saduceos reconocían como la mirada de Jesús.
Entonces veremos que la relación con Dios no puede hacernos omitir nuestro deber de compromiso en el mundo, no nos da permiso para escapar de nuestro arraigo en la historia: debemos dar al César lo que es del César (Mt 22,21).
Pero también es cierto que la realidad del hombre no se agota en la historia viva: hay un más allá, que pertenece a Dios, que es Dios mismo presente en la historia, presente en el corazón humano; y este corazón le pertenece solo a Él.
Ningún otro ídolo debe tener poder sobre la libertad del hombre y el poder mundano y político nunca puede ser idolatrado, sacralizado, convertido en un absoluto.
Por lo tanto, solo dando a Dios lo que es de Dios, tendremos una mirada clara y aprenderemos a reconocer lo que es del César: lo importante es no confundirlos.
El problema, si podemos decirlo asi, es que la forma en que miramos depende no tanto de lo que está fuera de nosotros, sino de lo que está
dentro y, en particular, de lo que queremos encontrar: depende de nuestra libertad.
Los mismos enviados nos dan un ejemplo de incapacidad para ver, y por eso Jesús los llama con un término que tiene que ver con lo que estamos diciendo: hipócritas (Mt 22,18). Son personas que viven por debajo del umbral del juicio, incapaces de distinguir lo que es del César y lo que es de Dios.
Así se pierden en discusiones vanas, sin lograr el objetivo, que es ante todo devolver a Dios lo que es suyo, lo que los viñadores no hicieron hace dos domingos (Mt 21,33-43), o los invitados a la boda el domingo pasado (Mt 22,1-14).
+Pierbattista