Logo
Donar ahora

Homilía por el Día Internacional del Migrante 2022

Homilía por el Día Internacional del Migrante 2022

Querido Padre Nikodemus, 

Queridos Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, 

Queridos todos, 

¡Que el Señor os de la paz! 

La celebración del Día del Migrante es una oportunidad para nosotros de reflexionar, rezar y dar gracias. Reflexionar sobre la situación actual de las decenas de miles de personas que viven entre nosotros y escucharlas, dando voz a sus expectativas, sus miedos, sus dificultades, pero también sus alegrías y su determinación. Para rezar por ellos y con ellos y así seguir construyendo juntos nuestra comunidad eclesial en Tierra Santa. Agradecer al Señor su presencia, su testimonio de fe auténtica, sólida y decidida, y agradecer a los que, religiosos, religiosas y voluntarios, pasáis vuestra vida  apoyando, ayudando y haciendo crecer esta parte de la Iglesia en Tierra Santa. 

Cuando me reúno periódicamente con vosotros, pienso en las preocupaciones que pesan sobre vuestros hombros, en los numerosos problemas cotidianos a los que os enfrentáis y ante los que a menudo nos sentimos impotentes. 

Pienso en la cuestión de la amenaza permanente de expulsión que afecta a tantas familias, y que es una tragedia especialmente para sus hijos. Niños y jóvenes, nacidos y criados aquí, que años después se ven amenazados con tener que marcharse a una "patria" que nunca han conocido. En cierto sentido, se ven obligados a convertirse ellos mismos en emigrantes y a dejar lo que debería ser su país por lo desconocido. Esas familias que tienen que cambiar de residencia periódicamente por miedo a ser perseguidas y deportadas. Hombres y mujeres trabajadores que no pueden abandonar fácilmente su lugar de trabajo. Los solicitantes de asilo, especialmente las mujeres, que no tienen perspectivas de trabajo y están expuestas a todo tipo de amenazas. Pienso, en definitiva, en los muchos que viven entre nosotros sin ninguna garantía jurídica, con el riesgo de verse obligados a marcharse en cualquier momento, sin medios y sin posibilidad de obtenerlos, obligados a conformarse con las migajas. 

Pienso en los que viven en condiciones de trabajo humillantes, pero sobre todo en los numerosos niños que no tienen la posibilidad de vivir como cualquier otra familia, con un padre y una madre cercanos, un hogar y un entorno sereno; que están separados de sus padres, por falta de medios, siempre en movimiento, y que viven con el temor de tener que partir de repente hacia un futuro imprevisible. 

Estas son sólo algunas de las situaciones a las que hay que enfrentarse a diario. Son situaciones bien conocidas, de las que hablamos todo el tiempo. 

Pero lo que me llama más la atención, cuando me encuentro con el Padre Nikodemus y su equipo, es sentir que, a pesar de todo, en medio de estas situaciones desafiantes, vuestra fe no sólo es un activo, sino la fuerza que os sostiene. Mostráis una fuerza y una determinación que siempre nos asombra y que también nos apoya y fortalece. 

Me parece que el evangelio de hoy habla un poco de vosotros y de vuestra experiencia de fe. 

La lógica del mundo siempre busca lo grande, confía en lo fuerte. Pero el camino de la fe tiene otras lógicas, y está más apegado a la pequeñez, a lo que no aparece, a lo que es pobre y último. 

Jesús compara la fe con una semilla: ¿qué es más fuerte que una semilla? 

Si la fuerza del mundo es una fuerza que ocupa espacios, impone leyes, se impone, como ocurre a menudo entre nosotros y en todas partes; la fuerza de la semilla es la de la vida que crece, que tiene paciencia, que inyecta nuevas dinámicas en la historia, que sabe ver el bien donde está. 

Si fuera grande, si fuera fuerte, sería una seguridad y una potencia como cualquier otra potencia del mundo. 

Pero la fe no consiste tanto en ser fuerte como en saber apoyarse en la fuerza de otro; no es casualidad que San Pablo diga que es cuando es débil cuando es fuerte (2 Cor. 12,10). 

En el Evangelio de Lucas, la fe es la característica de los pequeños, de los que no confían en sus propias fuerzas y dejan espacio a la obra del Señor en sus vidas, de los que confían y se abandonan a Él. 

Esta fe, que se convierte en humildad, que se alimenta de la confianza y del abandono, esta fe - dice Jesús - puede hacer realidad incluso lo que parece imposible. 

La fe tiene que ver precisamente con lo imposible, no porque llene la vida de milagros, sino porque nos hace capaces del mayor milagro que le puede ocurrir a una persona, el de ser capaz de transformar el mal en bien, de sacar la vida misma de la muerte. 

Frente al misterio del mal, donde el hombre está solo e impotente, la fe nos permite dar el paso que reabre un camino, que recrea la confianza y nos permite dar sentido a todo: porque en la fe nada está definitivamente muerto. 

Este es el testimonio que recibimos de vosotros. A pesar de todo, cuando todo parece bloqueado, sin salida, la fe abre nuevos caminos y perspectivas, crea espacios para la vida, el amor y el compartir. 

Esta es también una lección para nuestras comunidades locales, también aplastadas por tantos problemas, pero llamadas a dar el mismo testimonio de fe, a ser esa semilla que, a pesar de todo, aunque no sea visible, hace crecer árboles que no puedan ser desarraigados. 

La Iglesia de Tierra Santa es compuesta, tiene muchas formas diferentes, habla muchas lenguas, tiene una increíble variedad de colores. Es cierto que se nos conoce en el mundo como la Iglesia del statu quo, de todo lo inamovible; pero si sabemos observar bien, vemos realmente cómo la pequeña semilla del Evangelio crece silenciosa y pacientemente, creando nuevas realidades cristianas de vida y de fe en nuestro país. 

Estoy llamado a ser un servidor de la unidad de esta Iglesia, asegurando que todos seamos conscientes de la belleza y los desafíos que surgen de esta extraordinaria diversidad. 

Es necesario que poco a poco todas estas diferentes almas de esta misma Iglesia nuestra se reúnan más a menudo, oren juntas, compartan sus experiencias de vida. Cuando se comparte, la fe se fortalece y se enriquece con una nueva vitalidad, que tanto necesitamos. 

Acoger a las personas es una condición necesaria para hacer de este camino de fe una realidad concreta. 

Pero también estoy aquí hoy para daros las gracias. 

Para dar las gracias a todos los que dedican energía y tiempo para que los emigrantes entre nosotros encuentren un lugar en la Iglesia. Me dirijo no sólo a los sacerdotes y hermanas que trabajan incansablemente para crear comunidad y formar a los fieles, sino también a todos los miembros de los movimientos laicos, a los coordinadores y comités, a los voluntarios que sirven como lectores, acólitos y miembros del coro, a los que cocinan y limpian, a los que inician y dirigen programas sociales, y a tantos otros. Muchos de vosotros tenéis trabajos agotadores con horarios difíciles, pero cada fin de semana y cada noche estáis ahí para ayudar a construir la Iglesia. 

Hermanos y hermanas, nos enfrentamos a muchos desafíos. Celebremos hoy el don de nuestra fe, la maravillosa diversidad de nuestra Iglesia, comprometámonos a trabajar juntos para contribuir a la luz en esta tierra, a la paz venidera y a la difusión de la buena noticia de que Dios ha vencido a las tinieblas a pesar de todas las pruebas en contra. 

Que Dios os bendiga a todos y que el Señor os fortalezca en vuestra fe, vuestro testimonio y vuestra vida.