Queridos hermanos y hermanas,
La fiesta que celebramos hoy es otra invitación a aceptar la cruz.
Nuestra veneración no se detiene en ese trozo de madera. Termina en Aquel que dio su vida en esa cruz, en Aquel que, habiéndose vaciado tan profundamente por nosotros, murió en ese madero por nuestros pecados, para comunicarnos su vida.
A menudo, aquí en Jerusalén, y cada día en el Santo Sepulcro, cantamos "Vexilla Regis prodeunt". La Cruz es el símbolo de Cristo victorioso sobre el pecado y la muerte, de esa herencia del primer Adán que, según la tradición, está enterrada precisamente bajo el Calvario. Y sin embargo, aunque es un símbolo de victoria, ¡qué paradójica parece la acción de Dios en su victoria sobre el pecado y la muerte! Dios vence precisamente cuando, humanamente hablando, parece derrotado; da la vida precisamente cuando, a los ojos de todos, parece un cadáver; nos enriquece con sus infinitas riquezas precisamente cuando permanece desnudo y desprovisto de todo, necesitado incluso de una tumba prestada....
Esta fiesta nos recuerda nuestra misión: dar testimonio de nuestro amor a Jesucristo y, por tanto, amar hoy su cuerpo vivo, es decir, la Iglesia: la Iglesia formada por piedras vivas, por aquellos que han sido redimidos al precio de la preciosa Sangre del Redentor.
Jesús dice en el Evangelio (Mt 10,38): "El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí". Cristo no nos pide que honremos su cruz, sino que lo imitemos, que lo sigamos, asumiendo cada uno su propia cruz. Significa también ofrecer nuestra vida, entregarla a Dios y a los hermanos, incondicionalmente, sin reservas.
También significa para nosotros aceptar la paradoja de la Cruz: la victoria que alcanzamos sobre el mundo es directamente proporcional a la aparente derrota que sufrimos, a la abnegación que ofrecemos. La Cruz significa abandonar nuestros modos humanos de ver y juzgar para entrar en la lógica de Dios: "Mis caminos no son vuestros caminos, mis pensamientos no son vuestros pensamientos" (Is 55,8).
Sí, estamos atados a esta cruz. No podemos eliminarlo de nuestro horizonte. También nosotros estamos clavados en esta cruz, como toda la humanidad. La liturgia de hoy nos invita a hacer nuestra esta cruz, a encontrarnos, como hombres y mujeres, en este trozo de madera. No tenemos escapatoria y no podemos escapar a esta verdad: en la cruz, Cristo nos hace hombres como Él, hombres de dolor y de ofrenda. Y con nosotros están clavados en esa cruz nuestras infamias, nuestros pecados y nuestros miedos.
En esta cruz, en definitiva, se encuentra toda la humanidad doliente: las injusticias, las guerras, los abusos, las humillaciones, el grito de dolor de cada persona.
Pero si en la cruz, Cristo nos hace hombres como Él, también se convierte en nuestro modelo de acción y referencia: Cristo, desde la cruz, desde ese lugar de dolor injusto, invoca el perdón para los que le crucifican, da el paraíso al buen ladrón. En la cruz, Cristo está desnudo.
Hay también otra cruz: la del mal ladrón, el que no acepta el dolor y la muerte, el que blasfema. No es a esta cruz a la que debemos dirigirnos.
Esto es lo que se nos anuncia hoy, especialmente aquí en Tierra Santa, una tierra que parece ser el corazón del dolor del mundo. Esta fiesta nos invita a todos a encontrarnos en la cruz, pero en la cruz de Cristo. Es decir, nos invita no sólo a ser capaces de ver a Cristo crucificado en todo el sufrimiento, y a asociar nuestro dolor al suyo, sino también - como Él desde la cruz - en encontrarnos con la capacidad de perdonar, en el deseo de dar la salvación, en la necesidad de estar desnudos, es decir, verdaderos, sin máscara.
Me gustaría hacer una segunda observación. Para mí, hoy, esta solemnidad nos recuerda también esto: aceptar vivir en la pérdida. Es decir, trabajar a pérdida, sufrir a pérdida, morir a pérdida. Sin cálculo, sin ganancia, sin razón. En el Calvario, no razonamos, contemplamos. Y contemplamos a Cristo que, en la cruz, se entrega totalmente y con amor.
Con la cruz de Cristo, el mundo ha adquirido una nueva dimensión, la de aquellos que dan su vida por los que aman. En esta nueva dimensión humana, la cruz es la unidad de medida. El crucifijo es la Presencia de esta nueva realidad, sin la cual nada se entiende. Lo quiera o no, mi vida con Cristo está ligada a mi pérdida por los que amo. "El que pierde su vida, la encuentra". La cruz me enseña a comprender este aspecto de mi vida, que perder es la única ganancia real que puedo obtener. Una de las grandes pobrezas de hoy no es la falta de dinero y de éxito, sino la imposibilidad de darse, es decir, la falta absoluta de amor. No tengo nada que dar, porque no tengo nada más allá de mi corazón.
El que cree en el amor que brota de la cruz no reclama igualdad, no reclama derechos, no engaña, no lleva resentimiento en su corazón. Es como el crucificado, que tiene los brazos y el corazón abiertos, y que puede conceder el perdón al crucificado y el cielo al buen ladrón.
El mundo actual necesita la cruz de Cristo. Necesita personas que sepan entregarse y perderse. Para el mundo, serán tan buenos como los muertos, es decir, inútiles. Pero en realidad, serán testigos de la verdadera vida.
Hoy es también un momento importante para Cáritas Jerusalén. Caritas es sinónimo de amor. Debe ser la expresión visible y tangible del amor que la Iglesia siente por los miembros de su cuerpo, los cristianos, como por todo hijo de Dios. Esto significa, como hemos dicho, trabajar siempre a pérdida, dando la vida por el otro, dando testimonio del mismo amor que tuvo Jesús en la cruz.
Cáritas no es una ONG, no es una institución política y socialmente neutral. Tal cosa sería imposible: es contrario a la naturaleza de Cáritas ser neutral. La misión principal de Cáritas Jerusalén es dar testimonio del amor de Cristo y de la Iglesia en Tierra Santa. Y eso significa ser la voz, el corazón y las manos de la Iglesia de Cristo, la que decide apoyar a los que no tienen nada, a los que sufren, a los que no tienen derechos, ni voz. Es su tarea, nuestra tarea, dar un nombre y un rostro a aquellos que están excluidos, a los que están distantes, a los que están solos, a los que son invisibles.
Su misión tiene su corazón en Jerusalén, pero se extiende a toda Palestina. Por lo tanto, no le faltarán oportunidades para expresarlo en esta tierra marcada por el dolor, la injusticia y la violencia, pero al mismo tiempo rica en pasión y compromiso.
La Iglesia de Jerusalén estará con vosotros y os acompañará en esta misión difícil, atormentada pero también apasionante.