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Meditación de S. B. Mon. Pierbattista Pizzaballa: XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, año A

Meditación de S. B. Mon. Pierbattista Pizzaballa: XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, año A

XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, año A

Mateo 21, 28-32

 

"¿No puedo hacer con mis cosas lo que quiero? ¿O tenéis envidia porque soy bueno?" (Mt 20,15): así concluía el pasaje evangélico del domingo pasado (Mt 20,1-16), la llamada parábola de los trabajadores de la última hora.

Dios, como hemos visto en esta parábola, es como un buen maestro: está libre de todo cálculo, de todo afán de posesión, de todo instinto de poder.

Y porque es bueno, puede hacer con sus cosas lo que quiera, porque todo lo que haga será una cosa buena, será una cosa bella, que ayuda a la vida, que sirve al bien de todos.

Porque es bueno, es libre de tratar a sus trabajadores como quiera, de tratar a todos con justicia, es decir, de dar a cada uno no lo que merece, sino lo que necesita, como un padre que conoce a sus hijos y da a cada uno lo que necesita para vivir: da más a quien más lo necesita.

La libertad, por tanto, sólo es verdadera cuando el corazón es bueno: el corazón bueno será libre para elegir el bien.

En la parábola de hoy (Mt 21,28-32) vemos que el corazón del hombre no es necesariamente tan libre como el del amo de la viña del domingo pasado.

El contexto es el del capítulo 21 de Mateo: Jesús ha terminado su viaje a Jerusalén y ha entrado en la Ciudad Santa, su viña.

Realiza tres gestos muy fuertes y significativos: entra triunfante en la ciudad (Mt 21,6-11), expulsa a los mercaderes del templo (Mt 21,2-17) y, por último, maldice a la higuera que no produce frutos, sino sólo hojas (Mt 21,18-22).

Son tres gestos que expresan un juicio sobre la viña del Señor, llamada a acoger la presencia del maestro y a convertirse a las exigencias de esta nueva llamada que trae la venida del Mesías: Jesús, dice, básicamente, que el tiempo se ha cumplido, que es urgente convertir el corazón para acoger el don de Dios.

Pero sucede que estos gestos irritan a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, quienes se le acercan en el templo y le preguntan con qué autoridad se permite Jesús realizar estos signos (Mt 21,23).

Y Jesús, como hace a menudo, no responde directamente a la pregunta, sino que desvela las resistencias del corazón humano: vino Juan el Bautista, responde, quien con su autoridad de profeta invitaba a todos a la conversión. Pero no todos reconocieron la urgencia de esta llamada.

¿Quién la reconoció? No los lideres, no los sacerdotes, sino los últimos, los pecadores, los publicanos, los que tuvieron la humildad de convertirse, los que creyeron en la gratuidad del don de Dios (Mt 21,31-32).

Así llegamos a la parábola de hoy: con ella responde Jesús a la pregunta sobre su autoridad.

Un hombre tiene dos hijos y los envía a trabajar a la viña: el primero dice que no quiere, pero luego se arrepiente y va (Mt 21,29). El segundo, sin embargo, acepta enseguida, pero luego no tiene ganas y no va.

Así que aquí volvemos a lo que decíamos al principio: el corazón del hombre, a diferencia del de Dios, es incapaz de elegir el bien, porque está tentado de hacer sólo lo que le apetece, como el primer hijo. Y cuando elige, como el segundo, en el fondo, no quiere realmente, y por eso no se mueve, no se va.

Y lo que permite abrirse a una voluntad mayor y más bella no es tanto un esfuerzo de voluntad, sino una confianza humilde que cree (Mt 21,32) en la bondad de Dios. Esto es la conversión, que siempre es posible, siempre que nos reconozcamos necesitados de salvación,

como los publicanos y las prostitutas, que pasan de largo, no porque sean mejores, sino porque no han permanecido esclavos de sus propios errores, ni siquiera de sus propias certezas.

El primer hijo de la parábola, en el momento en que se convierte y va a la viña, al final no hace otra cosa que convertirse, verdadera y finalmente, en hijo, porque un hijo obedece; obedece no como un esclavo, sino como quien se preocupa de las cosas del padre, como alguien que quiere lo que el padre quiere.

Porque el Padre es libre y sólo quiere el bien.

+Pierbattista