XXV Domingo del Tiempo Ordinario, año A
Mateo 20, 1-16
La parábola narrada en el pasaje del Evangelio de hoy (Mt 20,1-16) es una de las más extrañas de las contadas por Jesús. Está dividida en dos partes.
En la primera (versículo 1-7) vemos al dueño de una viña que sale varias veces durante el día a buscar trabajadores para enviarlos a trabajar en su viña.
Se trata de un amo bastante original: se nos dice que este hombre sale cuatro veces de su casa en busca de trabajadores, para que, al final del día, ninguno de los que encontró se quedara sin llamada, sin trabajo, sin algo que hacer.
Parece interesado no tanto o no sólo por su propia viña, sino más bien por los trabajadores, para que todos tengan un trabajo y, por tanto, también un medio de vida.
En la segunda parte de la parábola, asistimos a la escena de la paga, que se nos describe con un versículo muy significativo: el amo ordena a su encargado que dé la paga a los trabajadores, "empezando por los últimos hasta los primeros" (versículo 8).
Aquí encontramos una primera rareza, ya que no se respeta el orden de llamada: los primeros en ir a trabajar cobran los últimos, y los últimos los primeros.
No sólo eso: lo que es aún más grave, a los últimos se les da también la misma paga que se acordó con los primeros (versículo 9), el de un denario al día (versículo 2).
Los que trabajaron en la viña todo el día y los que sólo trabajaron una hora, todos reciben la misma paga.
Además, es evidente que el amo lo urde todo para que los primeros vean que los segundos cobran lo mismo que ellos.
¿Por qué todo esto?
Quizá porque los primeros tienen que aprender algo que sus ojos aún no son capaces de ver.
Dejando las imágenes de la parábola, podríamos decir lo siguiente: que los últimos enseñan a los primeros algo sencillo y fundamental, pero que no se da por supuesto, a saber, que Dios es bueno. Si no existieran los últimos, los primeros sólo podrían pensar que Dios es justo; pero mirando a los últimos, los primeros aprenden que para Dios la justicia y la bondad coinciden.
Así pues, en el corazón de la parábola hay una pregunta fundamental, una provocación decisiva, aquella por la que estamos llamados a preguntarnos cómo se sitúa cada uno de nosotros ante la bondad de Dios: es una pregunta de la que no podemos escapar.
Porque el hecho es que Dios es bueno, y lo da todo a todos, sin condiciones, sin cálculo: lo vimos también el domingo pasado, con la parábola del siervo despiadado (Mt 18,23-34). También allí encontramos la imagen de un Dios que da sin cálculos y pone como única condición no que le devolvamos el don, sino que lo compartamos unos con otros.
La parábola de hoy nos lleva un paso más allá: no se trata sólo de compartir el don de Dios con nuestros hermanos, sino también de disfrutar de lo que el otro recibe, sin percibirlo como algo que se nos quita.
De hecho, los siervos de la primera hora se sienten mal al ver el bien, tienen envidia porque el amo ha sido bueno (Mt 21,15).
Esto sucede cuando dejamos de ver lo que recibimos como un don gratuito y no como un mérito, igual que el siervo despiadado del domingo pasado, que estaba convencido de que podía devolverlo todo (Mt 18,26). Los primeros, que no aprenden la lección de los últimos, que no dejan pasar a estos últimos (cf. versiculo 8), son personas que ven sus méritos, pero no ven la bondad de Dios, y así, al final, confunden el bien con el mal.
Por eso, en nuestras comunidades, los "últimos" son un don, son nuestros maestros, los que están delante de nosotros: los que se equivocan, los que sufren, los que no lo consiguen, nos recuerdan que el amor de Dios es para todos, que no debe ser merecido, sino sólo acogido.
Y que la única manera de no ser digno de ello es pensar en estar a la altura, y luego escandalizarse si Dios lo da todo incluso a aquellos que, en nuestra opinión, no están a la altura.
+Pierbattista