XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, año A
Mt 18, 21-35
En el centro de la parábola narrada en el pasaje evangélico de hoy (Mt 18, 21-35) hay un gran gesto de gratuidad: un amo tiene un siervo que le debe una enorme suma de dinero; se da cuenta de que este hombre nunca podrá devolvérselo todo y, en el momento en que el siervo le suplica, le libera del peso de esta deuda, le hace vivir.
No le suplica durante mucho tiempo, no negocia el importe de la deuda, no le hace simplemente un descuento, no aplaza el día del pago, sino que se lo perdona todo. Hace mucho más de lo que el deudor razonablemente se hubiera atrevido a esperar.
Para saldar una deuda tan grande, no habría habido otra manera que vender al siervo, con su mujer, sus hijos y todo lo que poseían (Mt 18,25): porque el sirviente estaba endeudado por su vida y se lo debía todo a su amo.
El siervo no pide que se le perdone la deuda, sino que se le conceda más tiempo: evidentemente, no se atreve a pedir un regalo tan grande. Pero quizá ahí radique el problema, pues el siervo sigue teniendo la ilusión de que puede devolver lo que debe: "Ten paciencia conmigo y te lo devolveré todo" (Mt 18,26).
Para el siervo sólo es cuestión de tiempo, de paciencia, porqué se cree capaz de ponerse al día, de resolver el problema. Confía en poder hacerlo con sus propias fuerzas.
Podría haber reconocido simple y humildemente que no podía hacerlo, que no podía pagar, podría haber confiado, creído y pedido, pero no lo hace. Quiere pagar.
Y aquí hay una gran decepción, porque en cierto sentido nacemos con una deuda, y la deuda crece cada día que pasa: estamos en deuda por la vida, estamos en deuda con el amor que hemos recibido, estamos en deuda con las muchas personas que, de distintas maneras, han hecho que lleguemos a ser lo que somos. Estamos en deuda con un Dios que muere por nosotros: no podemos vivir pensando que podemos devolver lo que cada día recibimos y que ni siquiera Dios nos pide que devolvamos. Se trata, por el contrario, de aceptar sencillamente nuestra condición de deudores insolventes, sin vergüenza y sin miedo. Se trata, pues, de aprender a vivir gratuitamente, donde lo que se da no tiene precio, porque es expresión de un amor que nada pide.
El amo, por tanto, perdona completamente al siervo, porque no puede y no sabe hacer nada más.
El texto dice que el amo tuvo compasión (Mt 18,27): y podemos pensar que en este caso la compasión consiste en reconocer que el siervo nunca podrá devolver lo que debe, en acoger al siervo en su impotencia. El amo siente en su corazón la limitación radical de su siervo, y lo acoge tal como es, manteniéndolo en su casa. No exige lo que el siervo no puede darle. Lo que el siervo, en cambio, no puede aceptar y reconocer por sí mismo.
La parábola podría detenerse aquí, y tendríamos un retrato del rostro del Padre, una pincelada de la vida del Reino: así ama Dios.
Pero la parábola continúa, y ofrece una mirada a la condición humana.
En efecto, en cuanto sale del encuentro con su amo, la parábola parece recomenzar como si la primera parte no hubiera sucedido: el siervo olvida lo que ha recibido de su amo, y se comporta despiadadamente con un compañero, siervo como él, que le debía una suma insignificante. Lo que no reconoció para sí mismo, no lo acepta para el otro.
Ese hombre, en definitiva, nunca ha acogido verdaderamente el don, no lo ha hecho suyo, nunca se ha sentido salvado, no siente la necesidad de ser agradecido, y por eso no ha permitido que su corazón se transforme.
Guarda para sí el don que ha recibido, y así lo pierde.
Porque Dios no nos pide que le devolvamos nada de lo que nos da cada día, pero sí nos pide que lo compartamos unos con otros, haciendo circular la misericordia y la gracia que nos ha dado.
Pero si nosotros, como el siervo de la parábola, no nos sentimos salvados, si perdemos el recuerdo del don, entonces de nada sirve esforzarnos por amar y perdonar: no somos capaces de ello. La vida se convertiría en un esfuerzo continuo, que nunca seríamos capaces de sostener.
La única respuesta posible al perdón de Dios es tomar conciencia del perdón que hemos recibido, asumirlo, para a su vez ser capaces de perdonarnos a nosotros mismos.
Los momentos difíciles de la vida, en los que experimentamos nuestra limitación y debilidad, pueden ser también una buena escuela, porque nos recuerdan que no nos hemos hecho a nosotros mismos y que lo que somos es, en gran parte, don gratuito de quienes nos aman, y que, incluso así, nos muestran el verdadero rostro de Dios.
El problema del hombre no es su limitación radical, su deuda con Dios; el problema es más bien su capacidad de dejarse amar gratuitamente y de hacer que este modo de amar se convierta también, cada vez más, en nuestro modo de vivir y de estar en el mundo.
+Pierbattista