Meditación del XXIII Domingo de Tiempo Ordinario
Mt 18, 15-20
También en el pasaje de hoy (Mt 18,15-20) la experiencia de la escucha es central.
Hasta ahora, en el camino que nos ha propuesto la liturgia dominical, ha sido fundamental la escucha de la Palabra de Dios, una Palabra que, como hemos visto, es Palabra de vida, que sabe consolar y animar, pero también sabe corregir, sabe poner en verdad, sabe transformar profundamente la mirada y el corazón de quien escucha.
El término escuchar vuelve tres veces hoy (Mt 18,15.16.17), y ya no se refiere a la escucha de la Palabra de Dios, sino a la escucha de la palabra del hermano dentro de la comunidad de los discípulos de Jesús.
El contexto es el de la fragilidad y el pecado.
Mateo parece decir que la comunidad cristiana, como cualquier otra comunidad, conoce la experiencia del pecado, de las relaciones frágiles y heridas, de los problemas de relación, de la dificultad por encontrarse y comprenderse: esto forma parte de cualquier convivencia normal entre personas.
El libro de los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, confirma que la Iglesia primitiva vivió a menudo momentos de tensión y no salió indemne de ninguna de las tentaciones del corazón humano, que crean fatiga en las relaciones: celos, injusticia, indiferencia, presunción...
¿Cuál es entonces la diferencia en la manera de vivir esta realidad en la comunidad cristiana? La diferencia está en la palabra, es decir, en la valentía y la libertad de hablar entre sí.
Entre los hermanos de la comunidad cristiana, la debilidad no debe cerrar las relaciones, interrumpir el círculo de la palabra, sino convertirse en una oportunidad privilegiada para hablar unos con los otros. Cuando alguien comete una falta, la palabra, el hablar unos con otros, se hace necesario para que nadie quede solo en su pecado: quien ha pecado tiene "derecho" a escuchar una palabra que le ayude a arrojar luz y a volver plenamente a la comunidad.
Quien escucha, aunque haya cometido algún tipo de falta, no queda excluido de la comunidad, sino que vuelve a ser "ganado" para el Señor y para su Cuerpo, que es la Iglesia ("Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo entre tú y él a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano" - Mt 18,15).
La comunidad de discípulos no es una comunidad perfecta, pero es una comunidad en la que se escuchan unos a otros.
Y es una responsabilidad y una potestad común a todos los miembros de la comunidad: Jesús dice que cuando alguien comete una falta, el primer paso no es delegar en la autoridad la tarea de intervenir y corregir, como sucede en otros lugares. En la fraternidad cristiana, cada uno es responsable de su hermano (Mt 18,15), y nadie puede sentirse dispensado del deber de ir en busca del hermano perdido: porque esta búsqueda del hermano perdido es una forma de amarlo.
Y la gradualidad con la que Jesús nos invita a ampliar el círculo de las personas llamadas a intervenir en la corrección (Mt 18,16-17) dice que la finalidad de la corrección fraterna es una sola: no humillar al hermano, ni mucho menos gratificar la propia presunta justicia, sino curar al hermano y salvar la relación. Porque en la comunidad cristiana el otro es parte de mí, somos el mismo Cuerpo.
El dolor del otro, su enfermedad, nos duele a todos.
Los versículos finales de este pasaje nos dicen dos cosas fundamentales sobre nuestra relación con Dios.
La primera es que Dios escucha la oración de quienes se han perdonado mutuamente ("si dos de vosotros en la tierra se ponen de
acuerdo para pedir algo, mi Padre que está en los cielos se lo concederá" - Mt 18,19).
Evidentemente, Dios escucha todas las oraciones. Pero cuando los hermanos viven la experiencia del perdón y de la reconciliación, su oración, de alguna manera, ya ha sido escuchada.
La segunda está directamente relacionada con la primera ("Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" - Mt 18,20).
Porque, al fin y al cabo, ¿qué pedimos siempre en nuestra oración?
Pedimos que Dios esté con nosotros, que Dios esté en medio de nosotros, que esté presente.
Estos versículos nos dicen que la presencia de Dios entre los suyos, además del momento litúrgico y de los sacramentos, se manifiesta también en este modo de vida fraterna: allí donde hay una comunidad de hermanos que se escuchan, que se perdonan, allí la comunidad está fundada en el Evangelio, y el Señor está entre ellos.
El cristianismo, de hecho, antes de ser una religión es un modo de vida, que tiene una referencia concreta en este pasaje del Evangelio, y que nunca dejará de traspasar y atraer el corazón de los hombres.
+ Pierbattista