XXI Domingo del Tiempo Ordinario, año A
Mateo 16, 13-20
La clave de lectura de la escucha sigue acompañando nuestro recorrido por el Evangelio de Mateo, de domingo en domingo: hemos escuchado la Palabra en la montaña (Mt 17,1-9), la Palabra en la tempestad (Mt 14,22-33) y, el domingo pasado, vimos que también hay una Palabra para la mujer extranjera, que también es llamada, finalmente, a escuchar y ser escuchada (Mt 15,21-28).
La escucha de la Palabra es también central en el pasaje de hoy (Mt 16,13-20): estamos todavía en tierra pagana, una tierra donde la divinidad tiene muchas caras, muchos nombres, muchas voces, donde es difícil escuchar.
En este contexto, Jesús plantea a sus discípulos una pregunta para ver cómo escuchaban, qué entendían de lo que oían, cómo la Palabra escuchada los llevaba a un conocimiento, a una relación.
Porque esta es la finalidad de la escucha: crecer en la relación que los sostiene, la relación con Él, y esto es lo que Jesús tiene en el corazón.
Jesús hace esta pregunta en primer lugar refiriéndose al pueblo (Mt 16,13): ¿qué piensa la gente de Él? ¿Qué han oído?
Según los discípulos, Jesús es para la gente una Palabra del pasado ("Juan el Bautista, otros Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas" - Mt. 16,14), una Palabra ya dicha que no tiene nada nuevo que decir: una Palabra, por tanto, ya oída muchas veces, una Palabra que ya no abre ninguna puerta.
Según la gente, parecería que Dios no tiene palabras nuevas que decir.
Pero cuando se plantea la misma pregunta a los apóstoles (Mt 16,15), la respuesta es distinta, y es una respuesta que habla de un conocimiento personal y profundo, propio de quien ha comenzado a escuchar.
Para Pedro, en efecto, Jesús no es un gran personaje del pasado, sino simplemente el Hijo del Padre; y el Padre no es tanto un pensamiento, una idea, sino que es el Viviente, el que es vida, el que da la vida ("Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" - Mt 16,16).
Sin embargo, Jesús no alaba a Pedro porque haya respondido con exactitud: no se trata de adivinar la respuesta correcta, como en un examen. Más bien, Jesús alaba a Pedro porque escuchó ("porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado" - Mt 16,17).
Pedro es bienaventurado porque sus palabras nacen de la escucha: no escucha su propia inteligencia, no confía en sus propias capacidades, sino que se abre a la escucha de una Palabra que le revela el mismo Padre, Aquel que revela sus secretos a los pequeños (Mt 11,25), Aquel que se revela revelando al Hijo amado (Mt 17,5).
Pedro es, pues, bienaventurado, pero Jesús aclara inmediatamente que esta bienaventuranza no le coloca en una condición de privilegio, sino más bien en una condición de servicio (Mt 16,18-19): la revelación del Padre, a quien Pedro abrió la puerta de su vida, se le confía ahora a él y a todos los discípulos como una responsabilidad, de la que las llaves son un símbolo: la puerta puede abrirse ahora, para todos, y ésta es la tarea de los discípulos.
¿Cómo ocurre esto? Es interesante que, en el mismo momento en que Jesús confía la revelación del Padre a Pedro y a los discípulos, les pida también que la guarden en silencio (Mt 16,20).
Parece paradójico, pero evidentemente encierra una verdad profunda, de la que captamos dos aspectos.
El primero es que Pedro y los demás todavía tienen que crecer en el conocimiento del Hijo del Dios vivo: en los versículos siguientes (Mt 16,21), de hecho, Jesús comienza a anunciar a sus discípulos que el camino por el que el Verbo eterno del Padre cumplirá su promesa de vida será el camino de la Pascua, es decir, de la Pasión y muerte. Los discípulos, por tanto, deben aprender a escuchar plenamente la Palabra del Padre, hasta que esta Palabra se calle en la cruz; y será
este silencio el que pondrá un sello definitivo a la verdad de la Palabra.
El segundo es que Jesús da testimonio de Él y lo comunica no tanto y no sólo con palabras, sino con una vida transformada por su Palabra y hecha a imagen de su Pascua.
La Iglesia del Señor se fundará sobre este humilde testimonio: una comunidad de personas que escuchan la Palabra y se dejan transformar continuamente por ella.
Si la Iglesia es esto, entonces no hay nada que temer: los poderes del infierno nada pueden (Mt 16,18) sobre aquellos que viven en la confianza total en la Palabra viva del Hijo de Dios.
En un tiempo lleno de temores sobre la vida de las comunidades cristianas, sobre el futuro, sobre la Iglesia, esta Palabra nos devuelve una verdad importante: "no prevalecerán". Ahora nos toca a nosotros ser verdaderos guardianes de su Palabra.
+Pierbattista