XIII Domingo del Tiempo Ordinario, año A
Mateo 10, 37-42
El pasaje evangélico de este 13º domingo (Mt 10,37-42) concluye el "discurso misionero".
En primer lugar, recordemos cómo se abría este discurso: el envío de los discípulos en misión nació de un sentimiento que surgió en el corazón de Jesús a la vista de la multitud, y que hemos visto en domingos anteriores: la compasión. Un sentimiento que habla de un vínculo, de una relación. Es el vínculo de Jesús con el mundo, su manera de relacionarse.
Ese fue el comienzo del discurso misionero; hoy, vemos cómo termina el discurso, adónde nos quiere llevar Jesús, cuál es el fin de la misión de los discípulos.
Se trata de una nueva manera de vivir, una nueva manera de relacionarse, una manera que sea "digna" de Dios.
Esta expresión, "no es digno de mí", aparece tres veces en el pasaje de hoy (Mt 10,37.38).
¿Qué significa ser -o no ser- digno de Él? Significa estar llamado a tener dignidad propia.
La dignidad de hijos, en primer lugar: somos llamados hijos de Dios; ésa es nuestra verdad, nuestra grandeza, nuestro único orgullo.
Pero eso no es todo. Estamos llamados a tener la misma dignidad que Jesús, por el mismo que perdió su propia dignidad, que lo perdió todo, que se entregó a una muerte vergonzosa, que no guardó para sí su dignidad, que la compartió, que la dio, que lo perdió todo para hacernos dignos de Él, dignos del Padre, herederos de la Vida; que tuvo compasión.
Este es el sentido de las palabras de Jesús hoy, cuando dice que quien ama al padre, a la madre y a los hijos más que a Él no es digno de Él (Mt 10, 37). No nos pide que amemos menos o que amemos poco a nuestra familia o nuestra vida: no podría pedir eso a aquellos a quienes da el único mandamiento "dar la vida por los amigos".
Nos pide que nuestra manera de amar esté a la altura de la de Dios, es decir, que estemos abiertos a un mundo más grande, a unas relaciones más amplias. Pide que nuestras relaciones, nuestro mundo, no sean el único horizonte de nuestra vida, que no lo sean "todo". Incluso las relaciones más hermosas, tanto en la familia como en la vida social, si se convierten en un absoluto, nos impiden abrirnos a la vida del mundo, a nuestra relación con Dios, y por tanto nos apagan poco a poco. En definitiva, Jesús nos pide que no nos detengamos en lo que tenemos y en lo que somos. Sólo un amor así es digno de Él, el que sabe hacer espacio al amor infinito.
Para lograrlo, una cosa es esencial: saber perder, saber soltar, no cerrarse a la novedad de la vida, a la novedad del otro. Sólo así podremos abrirnos a acoger un mundo más grande que nosotros, y abrirnos a la recompensa de la que habla Jesús.
Recompensa es otra palabra importante en estos versículos: Mateo utiliza también este término en su primer discurso, el Sermón de la Montaña (6, 2.5.41.42), cuando dice que quien hace buenas obras sólo para ser visto no tendrá recompensa del Padre que está en los cielos, porque se habrá contentado con la recompensa de los hombres.
Por el contrario, el Padre quiere recompensar, es decir, dar vida en abundancia a los que abren su corazón, a los que dejan atrás la lógica puramente humana.
El discurso misionero comenzó con la compasión de Jesús y ahora termina con la compasión anónima de un desconocido que dio a los discípulos un vaso de agua fresca (Mt 10,42).
Hasta aquí llega el discurso misionero: allí donde cualquiera en el mundo es capaz de un simple gesto de compasión, allí está el Evangelio. Y los discípulos son enviados al mundo para descubrir y difundir el Evangelio, y para hacerlo con su estilo de vida sencillo, manso y humilde, que no pretende dar, sino que pide ser acogido.
Allí donde los discípulos son acogidos, el Reino está presente y la recompensa será para todos.
+Pierbattista