XII Domingo del Tiempo Ordinario, año A
Mt 10, 26-33
El pasaje del Evangelio de hoy (Mt 10,26-33) está tomado del capítulo décimo del Evangelio de Mateo, que recoge las palabras de Jesús sobre el mandato misionero de sus discípulos.
Ya vimos el domingo pasado de dónde proceden estas palabras: Jesús ve a las multitudes y siente compasión por ellas, porque las ve cansadas y agotadas, perdidas como ovejas sin pastor. Por eso envía a sus discípulos, para que anuncien a todos los pobres el Reino que se acerca y lleven a todos la compasión de Dios.
Jesús no da instrucciones precisas, no dice a sus discípulos lo que tienen que decir o hacer. Sencillamente, los discípulos deben llevar la paz, asumir el mal y el dolor que encontrarán, aceptar pagar con su vida el precio de tan precioso anuncio: gran parte del discurso misionero está dedicado a esto, a situar a los discípulos en la perspectiva de que su mensaje será rechazado, de que su presencia será incómoda, de que serán repudiados; que no deben sorprenderse por ello, porque no les sucederá nada más de lo que le sucedió al propio Jesús.
Los discípulos deben hacer una cosa: no tener miedo.
Este mandato puede parecer extraño, especialmente después de las palabras con las que Jesús anuncia la persecución a sus discípulos; por el contrario, es el corazón mismo de este discurso.
¿Qué están llamados a proclamar los discípulos de Jesús?
Sencillamente, que es posible no tener miedo.
Incluso ante las peores amenazas, incluso ante la persecución y la posibilidad de la muerte, es posible no tener miedo. Y no porque seas un héroe, o porque seas más fuerte que tus adversarios, sino sólo por una relación, la relación con el Padre, que da a la vida una certeza definitiva, una esperanza inquebrantable: la esperanza de que nada en nuestra vida se perderá.
El contenido de la misión es sencillamente éste: confianza en el Padre, confianza total; por tanto, no se trata de decir algo o de hacer algo, sino de vivir como niños: éste es el anuncio que nuestra vida está llamada a gritar a los cuatro vientos.
La invitación a no tener miedo está, pues, en el corazón de este Evangelio y en el corazón de todo el mensaje de Jesús. Hoy la escuchamos tres veces, porque Jesús nos previene contra tres miedos, para que nuestra relación con el Padre penetre hasta lo más profundo de nuestra vida y nos libere de todo miedo. ¿Cuáles son esos miedos?
El primero es el de ser despojados de lo que tenemos y de lo que somos (Mt 10,28: «Y no temáis a los que matan el cuerpo y no tienen poder para matar el alma; temed más bien a aquel que tiene poder para destruir el alma y el cuerpo en la Gehenna»), y por tanto de que alguien nos quite la vida: es el miedo a nuestra fragilidad, a nuestra debilidad, a nuestra limitación, el miedo a que, con la muerte, todo se acabe.
El segundo temor se encuentra en el versículo 29, cuando Jesús dice que ni siquiera un gorrión cae a tierra sin la voluntad del Padre: porque tenemos miedo de que nuestra vida sea conducida al azar, de que esté a merced de fuerzas que nos son hostiles, tenemos miedo de una vida carente de sentido.
El tercero es un miedo profundo que llevamos dentro, el miedo a no valer nada (Mt 10,31: «No tengáis miedo, vosotros valéis más que muchos gorriones»), a no ser importantes para nadie, a que nadie se interese por nosotros.
Por eso Jesús tiene compasión de nosotros: porque son esos miedos los que nos cansan y agotan, los que nos hacen sentir solos. La compasión, en cambio, es un sentimiento que habla de un vínculo, de una relación: es la forma en que Jesús vive su relación con el mundo, la forma en que nos libera de nuestra soledad. No nos garantiza una vida sin problemas, como harían los falsos pastores, sino que se pone al lado de nuestro camino, nos hace sitio en su vida y en su relación con el Padre: eso nunca nos faltará.
Concluyamos con dos observaciones.
¿Cómo ahuyentamos el miedo? ¿Con valentía? No, paradójicamente con otro miedo (Mt 10,28), con un miedo real, el único posible para un cristiano, el de perder la relación que nos sostiene. «No tengáis miedo de los que os quitan la vida», dice Jesús, «sino tened miedo de perder al Padre, de dejar la relación con Él».
Finalmente, los últimos versículos de este pasaje (Mt 10,32-33) hablan del juicio, de ese momento en que compareceremos ante el Padre y en que Jesús le hablará de nosotros. Entonces, ¿sobre qué seremos juzgados? Es interesante observar que, al final de este discurso misionero, Jesús dice que no nos presentaremos ante el Padre con nuestros logros misioneros, no enumeraremos nuestras buenas obras ni las personas que hemos convertido. Se nos juzgará precisamente por haber confiado o no en Dios: si hemos confiado en Dios hasta el punto de arriesgar la vida, si hemos sido niños en cada ocasión, eso nos dará la oportunidad de ser reconocidos como tales a su vez. Seremos juzgados por nuestra confianza en Dios, que a su vez hace posible la confianza en el hombre.
+Pierbattista