XI Domingo del Tiempo Ordinario, año A
Mt 9, 36 – 10, 8
El pasaje evangélico que escuchamos hoy está tomado del que, en Mateo, es el segundo gran discurso de Jesús a sus discípulos, el discurso misionero.
Un discurso que se dirige no tanto a unos hipotéticos misioneros, sino a sus discípulos y, podríamos decir, a toda la Iglesia: la Iglesia está llamada a compartir el don que ha recibido. Si el don no se comparte, si se guarda celosamente, se pierde y el fruto de la salvación no madura.
Y el don que la Iglesia está llamada a compartir se hace explícito en el primer versículo: Jesús ve a la multitud y se compadece de ella (Mt 9,36), donde la compasión no significa la emoción de un momento que sentimos ante el sufrimiento del otro, sino el vínculo profundo -que los Evangelios pascuales nos han recordado- que hace de la vida de nuestro hermano mi propia vida, de su dolor mi dolor, de su herida mi herida.
Habitar el uno en el otro, ser un solo cuerpo: éste es el fruto de la Pascua, la nueva humanidad inaugurada por la resurrección de Jesús.
Pero el pasaje de hoy nos recuerda que, para tener compasión, primero hay que saber mirar: Jesús tiene delante una multitud, y la mira, la ve, la deja entrar, le hace sitio. La salvación comienza siempre con una mirada, la mirada de Dios sobre nosotros. La fe, quizás por encima de todo, consiste también en tomar conciencia de esta mirada, en sentir la mirada de Dios sobre uno mismo.
Es lo que canta María en el Magníficat: Dios ha mirado la humildad de su sierva (Lc 1,48).
Pero es también lo que fundamenta toda nuestra esperanza: allí donde la muerte de Jesús interrumpió la relación con su pueblo, Él lo
consuela con una promesa que habla precisamente de una mirada: "Os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón" (Jn 16,22): la resurrección es una mirada que nunca se aparta.
El primer paso de la misión, indispensable para todo discípulo, es aprender a mirar a los demás, a ver a nuestros hermanos. No se trata en primer lugar de hacer algo por los demás, ni de enseñarles algo o convencerles de que crean. Se trata de aprender a permanecer ante el dolor, ante la carencia; se trata de saber detenerse y mirar, sin pasar de largo (cf. Lc 10, 31). El Reino se cumple cuando alguien tiene compasión de su hermano.
Los discípulos no tienen que inventar nada; no les corresponde a ellos salvar a las personas que encuentran. Lo único que tienen que hacer es proclamar con su vida este hecho inaudito, que Dios tiene compasión, que sufre por el mal que habita en nosotros, que no permanece indiferente, que se acerca.
¿Quién puede hacer esto, quién puede ser así?
Sólo quien primero se sintió mirado así, quien penetró en lo más profundo de su propia vida, puede mirar a los demás con la mirada que le salvó de la nada y de la muerte.
Por eso el evangelista Mateo enumera aquí a los doce apóstoles, para decir que el anuncio del Reino pasa por rostros y personas concretas, por historias muy parecidas a las de cada uno de nosotros.
Los Doce son personas que, como todos, se han perdido y han sido encontradas; estaban lejos y Dios se les acercó.
Jesús no envía a los suyos a los "gentiles", sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Estas palabras indican una ampliación gradual de la misión, que sólo tendrá lugar fuera de Israel después de la Pascua.
Pero también puede significar que las primeras personas a las que somos enviados son precisamente las más cercanas a nosotros, las que vemos todos los días: es a ellas que estamos llamados a dar una nueva mirada, a las que ya conocemos, de las que ya no esperamos nada nuevo: la mirada de Jesús está llena de compasión porque es una
mirada nueva, capaz de dar nueva vida, de volver a ponernos en camino, de dar a todos una nueva oportunidad.
El pasaje se abre con la palabra compasión y se cierra con otro término clave del Nuevo Testamento: la gratuidad (Mt 10,8).
En realidad, los dos términos, las dos experiencias, están muy unidos entre sí, porque sólo quien sabe amar gratuitamente puede sentir también compasión: aquellos que han descubierto que Dios ama así, haciendo salir su sol sobre buenos y malos, después pueden amar de esta manera, y no aceptan que nada se pierda, que nada ni nadie quede fuera de esta mirada.
+Pierbattista