XX Domingo del Tiempo Ordinario, año A
Mateo 15, 21-28
El domingo pasado, la protagonista de los pasajes del Evangelio escuchados en la Liturgia fue la Palabra.
Palabra como semilla que crece en distintos terrenos y que, si es acogida en profundidad, da frutos abundantes. Palabra como el buen grano, que no teme la presencia de otras semillas, de otras plantas, sino que crece libre de todo temor.
Palabra del Padre pronunciada en la montaña, Palabra que resuena entre las olas del mar tempestuoso, para decir que siempre hay una Palabra para iluminar la vida. Una Palabra viva que da vida.
Hoy, sin embargo, Jesús guarda silencio y parece no tener palabras para una mujer que se le acerca gritando angustiada.
Mateo lo deja bien claro: "Ni siquiera le dirigió la palabra" (Mt 15,23), hasta el punto de que, al cabo de un rato, los discípulos, cansados o tal vez avergonzados por los gritos de la mujer, intervienen y piden a Jesús que resuelva el asunto, si no por compasión, al menos para librarse de este estorbo.
Sin embargo, si vamos hasta el final del pasaje, vemos que Jesús no sólo hablará con la mujer, sino que también le dirigirá palabras de estima y reconocimiento, palabras que curan y salvan ("¡Mujer, grande es tu fe! Que se haga contigo como quieres" – Mt. 15,28).
Así que podemos preguntarnos la razón de este silencio inicial por parte de Jesús, y también: ¿qué hizo nacer en Él la Palabra que parecía no existir para la mujer extranjera?
Jesús calla porque las palabras que usa no son suyas y, por tanto, no puede disponer de ellas libremente: en el capítulo 12 del Evangelio de Juan, Jesús deja claro que no dice lo que quiere, sino que sus palabras son las del Padre, que le ha enviado ("El Padre, que me ha enviado, me ha mandado lo que debo hablar y lo que debo decir" - Juan 12,49). Por tanto, hay una obediencia también en el hablar, que a Jesús le importa, porque la salvación siempre ha llegado a través de una palabra, pronunciada en el momento oportuno, en el lugar adecuado.
Jesús calla, pues, porque la historia de la salvación obedece a espacios y tiempos que se expanden gradualmente: la historia de la salvación que comenzó con Abraham, poco a poco, se expande e irradia por todas partes. Pero no es inmediata, porque pide a todos, sin distinción, entrar en una lógica distinta a la de la pertenencia a un pueblo, la lógica del don gratuito, para todos. Y el camino hacia esta conversión es largo y arduo, y Jesús es el primero en hacerlo.
Esta es la razón del silencio de Jesús.
Pero, entonces, ¿qué le saca del silencio? ¿Por qué entonces Jesús también encuentra palabras para esta mujer? Encuentra palabras para esta mujer porque la oye llorar, escucha sus palabras, se deja interpelar por ella. Jesús escucha y percibe tres actitudes, ocultas en las palabras y los gestos de la mujer.
La primera es que la mujer no tiene miedo, no se siente intimidada.
Nunca es, durante un encuentro que podría haber sido intimidado, un encuentro en el que Jesús acentúa la distancia. Al contrario, justo cuando Jesús acentúa la distancia, ella se acerca (Mt 15,25). Acercarse es un verbo muy utilizado en los Evangelios, y que a menudo tiene como sujeto al propio Jesús. Aquí, sin embargo, cuando Jesús permanece lejos, hay una mujer que se atreve a estar cerca, sin miedo. Y Jesús acepta esta cercanía, permanece cerca de ella, acepta que no es él quien da el primer paso, acepta el primer paso de una mujer, extranjera, que pide entrar en sus límites.
La segunda actitud de la mujer es su conciencia de no tener méritos ni derechos para obtener lo que desea. La mujer cananea sabe que no puede esperar nada, pero sabe, sin embargo, que puede esperarlo todo por la abundancia del don de Dios: un don tan abundante que desborda la mesa de los invitados, suficiente para todos.
La tercera es la perseverancia. La mujer se acerca, y no se va hasta haber obtenido lo que desea: una perseverancia que es plena confianza y que nace de un gran dolor. Es precisamente este dolor su fuerza.
Todas estas actitudes tienen un denominador común: la fe.
Al final del pasaje, vemos que la fe de esta mujer ha logrado un paso transcendental en la conciencia de Jesús: la salvación pertenece a cualquiera que escuche una Palabra reconocida como la única que salva, independientemente de las filiaciones y situaciones de cada uno. Jesús abre las fronteras y ensancha el espacio de su Palabra, para que todos puedan escucharla y salvarse.
Palabra muy significativa, en este nuestro contexto de fronteras cerradas de todo tipo, y de supuestos privilegios.
+Pierbattista