Logo
Donate Now

Homilía Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos 2023

Homilía Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos 2023

Queridos hermanos y hermanas, 

Excelencias Reverendísimas, 

¡El Señor les dé paz! 

En estos días de la semana de oración por la Unidad de los Cristianos todos nos enriquecemos con las numerosas sugerencias que nos propone la Palabra de Dios El tema general "haced el bien, buscad la justicia" (Is 1,17), es ya un tema exigente, sobre todo en esta nuestra Tierra Santa. Cada día, pues, el tema general de este año se acompaña de otros pasajes que lo concretan: "quién es mi prójimo" (Lc 10,25-36), o el pasaje del joven rico que quiere heredar la vida eterna (Mc 10,17-31), y muchas otras fuertes sugerencias. Hoy, la semana de oración nos invita a reflexionar sobre un tema doloroso y difícil tomado del pasaje de las bienaventuranzas que acabamos de escuchar: "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados" (Mt 5,4), lo cual es paralelo con Eclesiastés 4.1: "Entonces volví a considerar todas las opresiones que se hacen bajo el sol. Aquí están las lágrimas de los oprimidos y no hay quien los consuele; del lado de sus opresores está la violencia, pero no hay quien los consuele". 

En definitiva, hoy estamos invitados a reflexionar y poner en el horizonte de nuestra oración el tema de la violencia, la injusticia que toda violencia trae consigo, y sobre todo cómo afrontar el mal que está ante nuestros ojos. Estamos invitados a preguntarnos a partir de los pasajes proclamados si "las lágrimas de los oprimidos" (Ecl 4,1) no tienen quien los consuele como afirma Eclesiastés, o si por el contrario serán consolados, tendrán una voz que se hará cargo de ellos, como dice el Evangelio. 

Son temas que tienen una connotación política inmediata, aplicables tanto a nivel internacional como obviamente a nivel de nuestra experiencia en Tierra Santa, marcada por la violencia y la injusticia en diversos contextos. Pero no es sólo la vida política la que está involucrada en este tema. La violencia, la opresión, el dolor, la injusticia se encuentran ante todo en nuestro corazón, en la vida de muchas familias, en nuestras propias comunidades y, más en general, en las relaciones humanas, así como en nuestra relación con la creación. 

En resumen, el Divisor, el Diablo, no ha cesado en su acción. Sabemos que el mundo y el hombre fueron redimidos con la Pascua de Cristo, pero al mismo tiempo sabemos que siempre tendremos que lidiar con la presencia del mal en nosotros y en el mundo, y con sus consecuencias en nuestra vida personal, civil y social. Las divisiones y los conflictos, por lo tanto, siempre serán parte de nuestra vida cotidiana, el grito de dolor siempre se escuchará. Pero la voz de ese dolor se mezclará con la voz de los que en cambio harán justicia, tendrán paz dentro de sí mismos y la construirán en sus contextos de vida, sean religiosos o políticos, con paciencia, constancia, a pesar de la persecución y la soledad, porque han sido conquistados por Cristo, que sabe dar una paz diferente de la que da el mundo (cf. Jn 14,27). 

Es propio, pues, que el cristiano, que se ha encontrado con Cristo y ha tenido la experiencia de la salvación, no se escandalice del mal del mundo, no se deje perturbar por él, sino, al contrario, se comprometa por la justicia, la libertad, la dignidad, la igualdad entre los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios. Es un compromiso constitutivo de la fe cristiana, es el modo cristiano de estar en el mundo, porque el encuentro con Cristo nos ha abierto ojos a la vida de cada hombre. En resumen, el cristiano sufre por el mal del mundo, pero no se deja escandalizar por él. 

No podemos comprender esta perspectiva sólo con nuestro criterio humano y si nuestro corazón no está abierto a la gran novedad que trae Jesús, si -es decir- no estamos dispuestos a convertirnos. Antes de pronunciar el discurso en la montaña, Jesús recorrió Galilea pidiendo conversión (Mt 4,17), es decir, cambiar nuestra forma de pensar. 

Jesús es nuestro consuelo y sólo en Él encontraremos a su vez la fuerza para "consolar a los que están en toda clase de tribulación con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios" (2Cor 1,4). Él no nos exime del dolor que sentimos ante la violencia, la opresión y la injusticia. Pero su presencia en nosotros, en la Iglesia, no permitirá que el mal encuentre terreno fértil y eche raíces. El mal, como dije, siempre estará presente, pero no encontrará un hogar en el corazón del creyente, porque ya estará habitado por la cruz de Cristo. 

Nunca será un camino lineal, porque la liberación del mal y de sus consecuencias, que tuvo lugar con la Pascua de Cristo, sólo tendrá su pleno cumplimiento en la Jerusalén celestial, en cuya construcción los cristianos estamos llamados a colaborar, obrando justicia y ayudar a los oprimidos (Is 1,17). 

No pocas veces me pregunto, reflexionando y orando, dónde me ubico en relación con todo esto. ¿Estoy con Eclesiastés, que ve opresión pero no consuelo, o estoy con el Evangelio, que sabe encontrar consuelo hasta en las lágrimas? ¿Estoy cerrado en mi dolor ante la injusticia, quizás con ira y resentimiento, o colaboro como cristiano en la construcción de la Jerusalén celestial? 

Las Iglesias de Tierra Santa, a pesar de los muchos conflictos que han atormentado a esta Tierra durante generaciones, son muy activas en la construcción de la Jerusalén celestial: escuelas, hospitales, hogares para ancianos, niños, discapacitados y mucho más, son parte constitutiva de nuestras identidades de comunidades extrovertidas, no retraídas en sí mismas. Son nuestra manera de hacer el bien aquí en Tierra Santa y de hacer justicia, de abrir los ojos al dolor y a la opresión. Haciendo referencia al texto de Eclesiastés escuchado en la primera lectura, esta es nuestra manera de estar entre los que consuelan. No decimos esto por vanagloriarnos, porque cada día vemos los límites y el peso de nuestras obras, sino para reconocer una realidad. 

El consuelo, sin embargo, necesita no sólo gestos de acogida, sino también una palabra de verdad. 

Tenemos el deber de proclamar con la vida, pero también con la palabra, el Evangelio de la justicia y de la paz. Por eso nos encontramos a menudo en una encrucijada, casi llamados a elegir entre la necesaria denuncia de la violencia y los abusos, perpetrados siempre en detrimento de los más débiles, y el riesgo de reducir a la Iglesia a un "agente político", olvidando su verdadero naturaleza y exponiéndola a manipulaciones fáciles y superficiales. Nuestro estar en el mundo no puede limitarse sólo al servicio de la caridad hacia los más pobres, sino que es también parresia, es decir, no puede dejar de expresar, en los modos propios de la Iglesia, un juicio sobre el mundo y su dinámica (cf. Jn 16, 8,11). Sabemos bien cómo en Tierra Santa la política envuelve la vida ordinaria en todos sus aspectos. Todo se vuelve político y esto interpela seriamente a todas nuestras Iglesias, envueltas en un conflicto que desgasta la vida de nuestros fieles, que esperan de nosotros una palabra de esperanza, de consuelo, pero también de verdad. Aquí se impone un discernimiento verdaderamente difícil y nunca logrado de una vez por todas. No podemos permanecer en silencio ante las injusticias. Sin embargo, tomar posición, como a menudo se nos pide, no puede significar convertirse en parte de un conflicto, sino que debe traducirse siempre en palabras y acciones a favor de quienes sufren y lloran. En definitiva, nuestro discurso no debe estar caracterizado por el rencor, la ira o el resentimiento, sino que debe tener la libertad y la paz que Cristo nos ha dado y sólo puede tener una perspectiva, el perdón y la reconciliación. Para los cristianos, la única posición posible a asumir es la de Cristo, al servicio de la vida de todos. La Iglesia ama y sirve a la sociedad y comparte con las autoridades civiles la preocupación y la acción por el bien común, en interés general de todos y especialmente de los pobres, alzando siempre la voz para defender los derechos de Dios y del hombre, pero no entra en una lógica de competencia y división. 

Esta no es la misión de la Iglesia católica, ortodoxa, protestante o cualquier otra iglesia en Tierra Santa solamente. Es la misión a la que todos estamos llamados como comunidad cristiana de Tierra Santa, que tiene "un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos, obra por todos y está presente en todos". (Ef 4,5-6). 

Que el Espíritu Santo nos ilumine a todos, abra nuestros ojos para reconocer el dolor que nos espera y abra nuestro corazón al perdón y a la reconciliación, sin las cuales nunca habrá paz verdadera.