Estimadísimos hermanos y hermanas,
¡El Señor os dé la paz!
Es un Pentecostés especial el que celebramos hoy en Jerusalén. Por fin hemos vuelto a celebrarlo aquí, en la Dormición, como es tradición, tras las renovaciones que le han devuelto su antiguo esplendor. Pero lo celebramos en un momento distinto al habitual, porque hoy, junto con el don del Espíritu Santo, bendecimos también el inicio del ministerio abacial del Padre Nikodemus Schnabel, recién elegido Abad, y hasta ahora Vicario Patriarcal para los Emigrantes y los Solicitantes de Asilo. Es un momento importante, por tanto, para toda la Iglesia de Jerusalén.
Pero antes de dirigirme al Padre Nikodemus, quisiera detenerme a reflexionar sobre el pasaje evangélico proclamado, que nos introduce en la comprensión de la solemnidad que la Iglesia celebra hoy, Pentecostés.
El Evangelio (Jn 20,19-23) nos remite a la tarde de Pascua: según el evangelista Juan, esa misma tarde Jesús se aparece a los suyos, que se habían encerrado en sus casas por miedo, y allí les da el Espíritu.
La teología de Juan vincula estrechamente el don del Espíritu a la Pasión y a la Pascua, como un gran movimiento, un misterio de salvación: quiere subrayar y hacernos comprender que el Espíritu brota de la cruz, del costado abierto del Señor que da la vida. No puede haber Espíritu sin este don de sí mismo que Jesús realiza por nosotros en la cruz. Y, por otra parte, la Pascua se cumple solo cuando el Espíritu Santo se comunica a los hombres.
El Evangelio de Juan que leemos los domingos del tiempo pascual deja claro que la finalidad de la Pascua no es que Jesús resucite y vuelva al Padre, sino que Su vida habite en nosotros, que seamos hechos partícipes de Su misma forma de vida.
Por eso Jesús, el mismo día de su resurrección, se acerca inmediatamente a los suyos y comparte con ellos la vida que acaba de encontrar, la vida que el Padre le ha dado: esta vida, que es una vida verdadera porque ha renacido del abismo, es ahora para todos aquellos que lo acojan.
Para decir que Jesús da el Espíritu, el evangelista Juan utiliza un término muy raro. En el Nuevo Testamento sólo lo encontramos aquí. Dice que Jesús sopló, sopló sobre ellos (Jn 20,22). El verbo lleva el prefijo "en", como queriendo decir que Jesús no sopló simplemente sobre ellos, sino en ellos, dentro de ellos: el Espíritu es un don que no permanece fuera de la persona, sino que entra dentro, que se convierte en el aliento mismo del hombre.
Este verbo, que no encontramos en ninguna otra parte del Nuevo Testamento, está en cambio presente en el Antiguo. Y está presente precisamente en el relato de la creación, cuando Dios, después de haber moldeado al hombre con polvo de la tierra, "sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente" (Gn 2,7): el hombre, por tanto, se forma a partir de dos elementos, ambos marcados por una gran precariedad: el polvo del suelo, o aquella parte más delicada y menos consistente de la tierra, que por eso simboliza la fragilidad de su constitución física, y el soplo de vida, que indica todo lo que hace de un cuerpo inanimado un ser vivo: todo lo que permite respirar, lo que da la posibilidad de vivir.
Pues bien, así como Dios sopla la vida natural en las narices de Adán, para que pueda vivir, así Jesús sopla en los discípulos el aliento de vida nueva, para que vivan como resucitados: el Espíritu no es algo mas, un accesorio, sino que es precisamente lo que nos hace vivir, lo que nos une a nuestra fragilísima condición humana y la hace partícipe de la vida de Dios.
El hombre es, pues, una criatura llamada a mantener unidos estos dos elementos, que por sí solos estarían tan distantes entre sí como el cielo lo está de la tierra.
Por eso, Pentecostés desvela definitivamente el misterio del hombre: en la tarde de Pascua, por el soplo de Jesús, Dios no sólo nos hace una criatura nueva, sino una criatura que vive de la vida misma de Dios, llamada a mantener unida la vida natural y la divina, la carne y el Espíritu, la tierra y el cielo. Sólo entonces se realiza el hombre.
Y no sólo eso. Otro elemento viene a iluminar este cumplimiento de la creación que Pentecostés realiza: en el relato del Génesis, la obra de Dios concierne al hombre, al primer hombre, al individuo. En Pentecostés hay algo distinto: en la tarde de Pascua, Jesús da el Espíritu a los discípulos reunidos y los recrea como comunidad de hermanos. Nace la Iglesia.
En efecto, la obra del Espíritu no consiste en crear individuos perfectos, por muy santos que sean. La obra del Espíritu es un acontecimiento de comunión, crea una fraternidad, dirime las diferencias, hace posible la unidad. En otras palabras, está en el origen de la Iglesia.
La vida nueva del Espíritu es una vida que ya no se vive en la búsqueda solitaria de la propia realización, sino en el encuentro con el hermano con quien se comparte la vida: no se puede vivir si no es a su vez comunicada, compartida, donada, porque esta misma vida, en sí misma, no es más que un don. Si la retenemos y la poseemos, el Espíritu se extingue y volvemos a la muerte.
Por eso, estrechamente unido al don del Espíritu está el don de perdonar los pecados (Jn 20,23), o la capacidad de no dejar que el mal se apodere del hombre, destruyendo sus relaciones: los apóstoles, llenos del Espíritu Santo, son enviados a hacer lo mismo que vieron en Jesús, es decir, a llevar vida donde hay muerte. Éste es el Espíritu que han recibido.
En estos pocos versículos, pues, está contenida nuestra misión como Iglesia y nuestra misión como creyentes en Cristo.
También la tuya, querido hermano Nikodemus. Este pasaje también describe muy bien tu nueva misión y vocación como Abad, es decir, como padre de una comunidad de religiosos benedictinos, pero también -en cierto sentido- como referencia espiritual para toda nuestra comunidad cristiana de Tierra Santa, que ahora quizás tú, después de la experiencia de estos últimos años, conoces mejor.
Nadie pide la perfección. Sabemos que no hay comunidades perfectas, como tampoco hay abades perfectos. Lo que el mundo y la Iglesia esperan de vosotros, y en este momento de ti, es que seáis felices, llenos de la vida de Cristo, un lugar donde fluya la verdadera y hermosa vida de las personas enamoradas del Señor.
Como hemos escuchado en el Evangelio, la vida misma de Dios, que el Resucitado nos ha comunicado, habita en nosotros. También tus hermanos, querido Nikodemus, tendrán que vivir de la vida que tú les puedas dar, dedicándoles tu tiempo, estando entre ellos, incluso cuando te gustaría hacer otra cosa y estar en otro lugar, ejerciendo con ellos la paciencia, que es uno de los sinónimos del amor. A veces tendrás que renunciar a tus proyectos, a tus visiones y tus expectativas sobre ellos. Pero esto sucederá para que crezca algo que pertenece a todos, y que es fuente de unidad. Vuestra comunidad de monjes benedictinos tendrá vida y será fuente de paz, en la medida en que experimente el perdón, que primero debe encontrarse en ti. Los discípulos se alegraron cuando vieron al Señor. Que quienes os encuentren se alegren al ver en vosotros la presencia misma de Dios, que habita en vuestro hogar.
Los diferentes monasterios de Tierra Santa tienen todos una vocación especial dentro de nuestra Iglesia. Cada uno tiene modalidades distintas, pero todos son oasis de oración y de recogimiento, lugares de encuentro para todos, totalmente ajenos a las divisiones políticas y religiosas que nuestra Tierra, por desgracia, conoce. No son lugares reservados a los cristianos, ni dedicados al servicio de los judíos, ni al diálogo con los musulmanes, ni a estos o aquellos. Son, por tanto, lugares preciosos, porque están abiertos a todos, y donde todos, sin etiquetas, pueden encontrar un espacio para la oración, pueden admirar la atención a la belleza, pueden encontrar a alguien que sepa escuchar y decir una palabra de consuelo y aliento. Son lugares que nos son queridos y de los que nuestra Iglesia tiene gran necesidad. Vuestros monasterios, de hecho, nos recuerdan y nos llaman a todos a nuestra misión de Iglesia, que es anunciar la salvación. Y sólo los salvados pueden dar testimonio creíble de la salvación, no con discursos abstractos, sino indicando concretamente un modo de ser en la vida.
Que la Abadía de la Dormición, pues, ahora que las obras de restauración están a punto de terminar, vuelva a ser un lugar de acogida y abierto a todos, un bello y sugerente espacio de oración. Que su liturgia bien elaborada y cuidada haga crecer en nuestra comunidad eclesial la conciencia de lo que significa celebrar, de cómo hacer unidad entre vida y celebración.
Que los pobres, y especialmente los emigrantes de nuestra Iglesia, a quienes ahora conoces muy bien, encuentren en ti y en este lugar acogida y refrigerio. Desde hace algún tiempo, como Vicario para los Migrantes y Solicitantes de Asilo, fuiste el lugar de escucha, de orientación, de acogida para nuestros trabajadores. Eras, en definitiva, un poco su casa. Espero que sigas siéndolo, aunque de nuevas maneras. Que encuentren en ti un corazón acogedor, que es lo que más necesitan.
La Abadía de la Dormición ocupa una posición de visibilidad especial en nuestra Iglesia. En efecto, la vida religiosa de nuestra diócesis es rica en matices y colores, pero no pocas veces corre también el riesgo de la fragmentación y el aislamiento. Y en este contexto, esta Abadía puede desempeñar un papel de guía y de acompañamiento. Espero que la unidad de vuestra comunidad monástica ayude también a toda nuestra Iglesia, y especialmente a nuestras comunidades religiosas, a tomar conciencia de pertenecer a la misma Iglesia y a la unidad de sus miembros. No necesitamos teorías académicas, necesitamos ver ejemplos, experimentar en la vida concreta, que la unidad en nuestra Iglesia es posible, que el perdón y la paz, ante todo en nuestras realidades religiosas y eclesiales, no son sólo palabras.
Que el Espíritu Santo, que hoy arde en la Iglesia, os llene de fuerza y sabiduría para que, en comunión con toda la Iglesia, seas ejemplo y guía para vuestra comunidad monástica, y también para nuestra pequeña pero hermosa Madre Iglesia de Jerusalén.