Queridos hermanos y hermanas,
¡El Señor os dé paz!
El pasaje los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado en la segunda lectura no sólo expresa el momento del nacimiento de la Iglesia, una e indivisa, sino que es también una valiosa indicación de la identidad de la Iglesia universal, por una parte, y al mismo tiempo una valiosa indicación de nuestra identidad como Iglesia de Jerusalén, de nuestra vocación específica.
Incluso entonces, en la ciudad de Jerusalén había habitantes de todas las naciones, que hablaban lenguas distintas, con culturas diferentes. Este es el signo de la pluralidad de expresiones existentes en el mundo, queridas por Dios, y la primera consecuencia de la libertad humana. Vemos esto desde el principio de la creación. En efecto, en los primeros capítulos del libro del Génesis, vemos muy bien que la humanidad, que surgió de Adán y Eva, siempre ha sido plural. Precisamente por eso, son numerosas las descripciones de diferentes pueblos, naciones y lenguas en esos capítulos, que, aunque diferentes, están sin embargo en armonía entre sí, porque están unidos por los une una misma descendencia.
Es en el conocido capítulo 11 del Génesis, con la llamada "Torre de Babel", donde las cosas cambian. De repente nos encontramos con que "Toda la tierra tenía una sola lengua y una sola palabra" (Gn. 11,1). Babel representa, tal vez, la primera ideología de la historia, la primera tentación del llamado 'pensamiento único', diríamos hoy. Tener una sola lengua, es decir, uniforme y sin diferencias, no está de acuerdo con el deseo de Dios para el hombre, creado a su imagen y semejanza, y libre. En Babel, el hombre quiso hacerse semejante a Dios -tentación que siempre ha estado ahí y vuelve una y otra vez- e imponer un único orden para todos. Por eso dijo Dios: "Descendamos, pues, y confundamos sus lenguas, para que no entiendan ya la lengua del otro" (Gn. 11,7). Y así fue.
Pero en Pentecostés, según la descripción de los Hechos, nos encontramos con un fenómeno diferente, que recompone la herida creada en Babel: "la multitud se congregó y se turbó, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua" (Hch 2,6). Había "Partos, Medos, Elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y de Asia, de Frigia y de Panfilia" (Hch 2,9-11) ... en fin, una larga lista de nombres y naciones, de culturas diferentes, como en los primeros capítulos del Génesis, pero unidos en la comprensión mutua ("los oían hablar en su propia lengua"). El amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones, el fuego del Espíritu Santo que nos ha sido dado, no sólo ha borrado los miedos que nos mantenían cerrados y paralizados en nuestros cenáculos, no sólo nos ha purificado de nuestros pecados, también ha abierto nuestros corazones a una nueva unidad, nos ha hecho capaces de nuevo de entendernos, sin borrar, sin embargo, nuestros diferentes orígenes, culturas y lenguas. Como antes de Babel.
Así nace la Iglesia, en Jerusalén, en Pentecostés, donde todos, sin dejar de ser ellos mismos, se integran, se comprenden, unidos para celebrar "las grandes obras de Dios" (Hch 2,11). La Iglesia debe hacer referencia continuamente a este acontecimiento, para permanecer fiel al mandato recibido y ser el Lugar del encuentro entre el cielo y la tierra, para ser la expresión visible del deseo de Dios para toda la humanidad.
Como decía inicialmente, el acontecimiento de Pentecostés también describe muy bien la vocación específica de nuestra Iglesia en Jerusalén, la Iglesia Madre. Cuando digo Iglesia de Jerusalén, no me refiero aquí a una denominación específica, sino a todas nuestras diferentes pertenencias que, juntas, y solo juntas, forman la única Iglesia de Cristo.
Hoy, aquí en Jerusalén, también pertenecemos a culturas, tradiciones, ritos e identidades muy diferentes. En cierto sentido, somos como la Jerusalén de los Hechos de los Apóstoles. Los nombres de nuestras naciones, nuestros idiomas y diferentes pertenencias cambian, pero tenemos las mismas expresiones de diversidad. Nuestra vocación específica, nuestra misión, a la que estamos llamados los habitantes cristianos de Jerusalén, no es solo hacer visible nuestra diversidad, sino también el entendimiento mutuo, primer fruto del don del Espíritu. Un entendimiento que se ha vuelto difícil debido a nuestros pecados cometidos a lo largo de los siglos y que en el pasado incluso nos han hecho hostiles unos de los otros.
La presencia en Jerusalén, por tanto, de diferentes iglesias, diferentes ritos, diferentes carismas es constitutiva de la identidad cristiana de la Ciudad Santa. Si fuéramos todos iguales, seríamos Babel, y no Jerusalén.
Pero necesitamos purificarnos, pedir perdón por nuestras divisiones, y trabajar todos unidos para que, de la Iglesia Madre de Jerusalén, como hace dos mil años, vuelva a brotar ese fuego que quema toda incomprensión, todo miedo, y nos hace salir de nuestros cenáculos, para anunciar las grandes obras de Dios. Estamos hoy aquí reunidos, pertenecientes a distintas confesiones, precisamente por eso, para expresar nuestro deseo y nuestro compromiso de ser la Iglesia Madre, que desde la Ciudad Santa sigue anunciando al mundo que Cristo es el Kyrios, y lo hace de maneras, lenguas y expresiones diferentes, pero unidos por un mismo amor, por el mismo fuego que arde en el corazón de todas nuestras comunidades.
El pasaje evangélico, que nos presenta el don del Espíritu Santo según la versión del apóstol Juan, nos ofrece otros elementos de reflexión. Después de la resurrección y con el don del Espíritu, el corazón de los discípulos se abre a una nueva comprensión de las "grandes obras de Dios": Jesús está presente en medio de ellos de un modo nuevo y estable ("se puso en medio", 20,19); la presencia del Señor crucificado y resucitado da una nueva alegría ("se alegraron de ver al Señor", 20,20); el don del Espíritu es también el comienzo de una nueva creación (sopló y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo", 20,22). El don del Espíritu da la paz ("¡La paz esté con vosotros!", 20,19-20) y el perdón de los pecados ("A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados", 20,23).
Si los Hechos de los Apóstoles nos llaman a la comprensión mutua y a la unidad en la diversidad, el pasaje evangélico nos dice cómo ha de expresarse concretamente esta unidad.
En primer lugar, siendo conscientes de estar habitados por la presencia del Resucitado, y esta presencia se manifiesta en la alegría que caracteriza a nuestras comunidades. Pertenecemos al Resucitado, somos por tanto una nueva creación, el hombre viejo ya no nos pertenece, no podemos estar tristes y desanimados.
También estamos comprometidos en la construir de la paz, que es el primer don del Espíritu. En esta ciudad nuestra, marcada por tanto dolor y división, seremos Iglesia de Cristo, fieles a nuestra vocación, si somos capaces de construir espacios de paz y de encuentro, si no permitimos que el Divisor detenga nuestro trabajo por la resolución de los conflictos, aun a costa de empezar siempre de nuevo. Nuestro objetivo no es alcanzar un resultado, tener éxito en nuestros empeños, sino simplemente expresar incesantemente en nuestras obras el amor de Dios que nos sostiene y nos empuja a salir de nosotros mismos y que el Espíritu nos ha infundido.
No hay unidad si no somos capaces de perdonar, sin lo cual nunca habrá justicia. Esta es, en efecto, nuestra experiencia de ser salvados, de personas que verdaderamente, al encontrar al Resucitado, se han convertido en una nueva creación.
No sé si nosotros, la Iglesia de Jerusalén, estamos verdaderamente allí, donde el Señor nos llama a estar, si somos verdaderamente fieles a esta vocación particular nuestra, si somos capaces de amarnos unos a otros de esa manera, si estamos verdaderamente dispuestos a trabajar por la paz, a construir una justicia que nunca esté separada del perdón, si somos una comunidad alegre.
Pero sé con certeza, que ese fuego que ardía en el corazón de los discípulos hace dos mil años, todavía sigue ardiendo en su Iglesia, y a pesar de nuestros pecados e infidelidades, no dejará de ser aquí y en el mundo, fuente de alegría, de paz y de perdón.
Feliz Pentecostés a todos, y gracias por aceptar estar presentes, hoy aquí, para fortalecer nuestra "unidad diferente".
¡Feliz Pentecostés a todos!