Estimadísimos hermanos y hermanas,
Hoy celebramos grandes e inefables misterios: la institución del sacerdocio y de la santísima Eucaristía, el nuevo mandamiento del amor. Celebramos la vida resucitada de Cristo que se nos comunica a nosotros por el Espíritu en la Iglesia. Este año me llama especialmente la atención el momento, el clima en el que fué instituido, casi fundado: "la noche en que fue entregado" (cf. Jn 13, 2). Todos sabemos que la intención de los autores sagrados no es simplemente proporcionarnos información cronológica. La suya es una indicación teológica, una "nota espiritual".
La hora de Cristo coincide con la hora de las tinieblas. Quisiera contemplar con vosotros este gran y tremendo misterio, aquí mismo, donde "las tinieblas cayeron sobre toda la tierra" y en el que los ángeles anunciaron entonces al Señor Resucitado.
La noche de la Cena, por tanto, fue también la noche de Judas que abandonó el Cenáculo para ir a vender a Jesús. La noche de la memoria de Cristo confiada a los apóstoles fue también la noche de la negación de Pedro. La noche de la Eucaristía fue la misma noche del abandono y huida de los apóstoles que dejaron solo al Maestro. La noche del mandamiento nuevo fue la misma noche del triste sueño de los amigos.
Nosotros, aquí y ahora, no queremos detenernos en el lado oscuro de aquella noche y de todas las noches, personales, políticas, sociales e incluso eclesiales. Conocemos bien ese lado, demasiado bien, hasta el punto de quizá acostumbrarnos a él. Nuestra vida, con sus altibajos y sus crisis, nuestra Tierra Santa con su violencia y sus injusticias, la Iglesia misma con sus penurias y sus contradicciones, nos hacen familiar, cada día, la atmósfera pesada de aquella noche en que el Señor fue traicionado.
Aquí quisiera contemplar con vosotros y para vosotros, siempre asombrados y agradecidos, el camino que Cristo recorrió aquella noche, el modo en que respondió a la disgregación y desorientación de los suyos, su reacción ante el miedo y el desánimo.
El evangelista Juan dice que Jesús, sabiéndolo todo, consciente del poder que el Padre le había dado, cuando el diablo ya había puesto en el corazón de Judas la idea de traicionarlo, "se levantó de la mesa, dejó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó alrededor de la cintura. Luego echó agua en un cuenco y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secarse-los con la toalla con que estaba ceñido" (Jn 13, 4).
El relato es demasiado solemne para pensar que la elección es aleatoria. Son siete verbos, tantos como son los días de la creación, los días que sirvieron al Padre para sacar al mundo y al hombre del caos primordial. Son los verbos del verdadero amor, son los verbos de la Pascua que sirven a Cristo para recrear al hombre, sacándolo de su noche y de su pecado. Son las nuevas acciones del Verbo Encarnado las que se oponen a los mecanismos de disgregación y división, el dinamismo de comunión que surge del don de sí mismo llevado al perdón.
Son indicaciones de vida que el Maestro dejó como legado a sus discípulos, a nosotros, el pequeño rebaño de Tierra Santa, quizá hoy un poco asustado, pero que sabe que nunca se le abandona ni se le deja solo.
Se levantó. Levantarse, sin quedarse sentado en la resignación y paralizado por el desánimo, sin encerrarse en la propia soledad, es una de las nuevas formas de pobreza de hoy. Pienso en particular en los numerosos sacerdotes que a menudo se sienten y están solos, no escuchados, desorientados por el cambio repentino en sus propias comunidades.
Dejó sus vestiduras. Despojarse de las vestiduras del derecho orgulloso y de la ventaja individual, de la pretensión de tener siempre la razón, de no cuestionarse jamás, de cerrarse a un estilo de escucha y de acogida.
Cogiendo una toalla, se la ciñó a la cintura. Ceñirse la vida del otro, asumiéndola como propia. Hacer que el otro se convierta en sujeto y no en objeto de la propia acción. Pienso en tantas personas y en tantos sacerdotes que dedican su vida al servicio de la Iglesia y de sus comunidades, en su inevitable fatiga, pero también en el consuelo de hacer de su propia vida un don de sí mismo.
Verter un poco de agua. Derramar la propia vida recogiéndola con nuestras propias manos, sin malgastarla en estériles recriminaciones y nostalgias, sin perdernos en áridas controversias ideológicas de ningún tipo, sino buscando de crear la unidad en nosotros mismos, y de recogernos y centrarnos unicamente en Cristo y en el Evangelio.
Decidiendo más bien lavar los pies a nuestros hermanos, aceptando sus limitaciones y no retrocediendo ante la fatiga de las relaciones, una fatiga que, aquí en Tierra Santa y en Jerusalén, conocemos bien. Cuando todo se convierte en sospecha, desconfianza, traición, Jesús responde lavando los pies a todos, incluso a Judas, y también nos muestra el camino para salir de nuestras noches: inclinarse y lavar los pies del otro, incluso de aquellos cuyo corazón está lejos de nosotros.
Secarlos. Secando, no sólo los pies, sino también las lágrimas, rehabilitando, fortaleciendo lo que es débil sin dejar a nadie atrás.
Así, para nosotros, para todos, la noche de la muerte se transforma en la noche de la vida redescubierta, que se nos da. El verdadero amor, en efecto, el que viene de Dios y conduce a Dios, el que tiene su esencia en el don de sí mismo hasta el final, tiene el poder de transformar las tinieblas en luz, la traición en perdón, el abandono en retorno, la muerte en vida nueva. El verdadero amor recrea la comunión en y a través de nuestras divisiones y heridas, porque Dios es Amor y nosotros hemos creído en el amor.
Queridos amigos, también en nuestras manos Dios ha puesto todo el poder de su amor; también nosotros sabemos que nuestra vocación y nuestro sacerdocio, bautismal y sacerdotal, vienen de Dios y a Dios conducen (los óleos sagrados nos lo recuerdan). También nosotros, por tanto, hechos partícipes de Cristo, podemos transformar la noche de la disgregación en la noche de una mayor comunión, si hacemos nuestros los verbos de la Palabra, las acciones de Cristo. Aquí está el significado profundo de "agere in persona Christi capitis". No podemos ni debemos limitar una gracia tan grande al necesario servicio litúrgico, por necesario que sea. Hay una dimensión existencial y eclesial de los sacramentos que debe ser redescubierta y profundizada.
La sinodalidad, que el Santo Padre nos propone como modo de ser Iglesia en este tiempo y que nos implica a todos y en todas partes, no es otra cosa que la respuesta de comunión al tiempo de disgregación y confusión. Sin esta mirada espiritual, la sinodalidad misma, más aún, toda la Iglesia, se reduce a una estrategia funcional, incapaz de recrear el espacio y el tiempo para una renovada alegría del Evangelio.
¡Los mejores deseos para todos! Mis mejores deseos a la Iglesia y al mundo: que la Pascua del Señor renueve y recree la comunión y nos permita caminar al compás del verdadero amor.
†Pierbattista Pizzaballa
Patriarca Latino de Jerusalén