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Homilia Jueves Santo 2017

Jueves Santo 2017

Jerusalén – Santo Sepulcro

Misa Crismal e In Cœna Domini

Jerusalén, 13 abril 2017

Amadísimos hermanos y hermanas,

Estamos aquí reunidos en este lugar santo para iniciar juntos el Sacro Triduo pascual. Tres días intensos de oración, procesiones, ritos antiguos pero siempre fascinantes que nos llevarán a encontrar nuevamente al Señor Resucitado.

Iniciamos estos tres días con una celebración particular y única aquí en Jerusalén, pues por circunstancias históricas y únicas se unen dos celebraciones que en el resto del mundo se desarrollan en dos ceremonias distintas. Aquí celebramos juntas la Misa Crismal y la Misa In Cœna Domini. Celebramos entonces en una única celebración tantos misterios, todos ricos de significado: la consagración, la unción, la Eucaristía, el mandato del mandamiento nuevo, el servicio. Nos detendremos solo en algunas breves reflexiones.

Henos aquí en los lugares de la Pascua, que una sabia restauración las ha traído a nueva luz, revelando así la fuerza transformante, capaz de reunir a los dispersos, de tener juntos los distintos, de rehacer la comunión dentro de nuestras divisiones.

Henos aquí para celebrar y acoger el gozo pascual, que es un gozo maduro, fuerte, diré viril que ninguno nos puede quitar, porque es un gozo que no evite ni esconde las heridas sino que las asume, las afronta y vence. El gozo del sepulcro vacío nace y crece, y aquí lo vemos inclusive físicamente, desde la sombra del Calvario. Los oleos que dentro de poco consagraremos hablan y anuncian esta consolación que proviene de la disposición de dejarse prensar, como las aceitunas, para dar fruto.

Henos aquí como la Iglesia de Jerusalén, y lo digo con una emoción nueva en este mi primer jueves santo como Obispo: estoy como discípulo con ustedes, pero también como Obispo por ustedes, para hacer de esta Diócesis una esposa perfumada y lista para el Esposo que viene, y ustedes que están conmigo Obispos auxiliares y presbíteros; diáconos y seminaristas; religiosos y religiosas; fieles y peregrinos para que el Señor lave sus pies, purifique nuestra vida y la haga perfume Suyo en medio de los hombres.

Nos dejamos por lo tanto interpelar por tres signos demasiado fuertes para ser pasados por alto: el Lugar santo donde celebramos, la liturgia que celebramos, la Ciudad y el mundo por los cuales celebramos todos juntos desde la Pascua de Cristo, que da a ellos y a nosotros sentido y consistencia.

En este lugar , donde se ha llegado a cabo  de una vez y para siempre el Misterio Pascual, estamos llamados sobre todo a buscar, a encontrar y a reconocer a Aquel que es el motivo –y no el pretexto- de nuestra presencia, de nuestras acciones y de nuestra fiesta. Aquí todo dice y habla de Él, de Cristo muerto y resucitado, de su Fidelidad inquebrantable en el Padre, de su presencia cierta que no cede delante de las contradicciones y del pecado, de su amor desarmado y fuerte que llega hasta la donación y el perdón. Aquí todo dice y habla de Su victoria, la victoria de la Cruz, que no es la simple victoria de la vida sobre la muerte, sino la victoria del amor de Cristo sobre la muerte y sobre todas sus estrategias de poder e intereses que nos conducen a la muerte. Aquí el poder, el suceso, dinero, los intereses de pocos, las ideologías, la violencia, todos dentro de su aparente triunfo, manifiestan su debilidad (cfr 1Cor 1, 27-28); es más, son desenmascaradas como obras del diablo y de quienes le pertenecen. El amor, el don y el perdón revelan a su vez su fuerza, la fuerza de Dios.

Plásticamente dentro de poco, será representado delante de nuestros ojos, en el gesto del lavatorio de los pies, ¡un Dios que se arrodilla a los pies del hombre! Es este el sueño de Jesús en lo que respecta a nosotros, a su Iglesia. Nos lo dice el mismo, concretamente hoy, en el momento de más intimidad con los suyos, durante la última noche de su vida: “Los reyes de las naciones les hacen sentir su dominación, y los que ejercen sobre ellas el poder se hacen llamar bienhechores. Pero no así ustedes; sino que el mayor entre ustedes sea como el menor; y el que manda, como quien sirve. Pues ¿quién es mayor, el que está sentado a la mesa, o el que sirve? ¿No es acaso el que está sentado a la mesa? Pues Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22, 25-27). La iglesia es por ello ese “pero” de Jesús con respecto al mundo, es la comunidad alternativa, nueva, profética, que encarna la lógica del Reino, la cual, además de estar destinada a  “encarnarse” en este mundo, de este mismo mundo revela la mentira, las deficiencias y el pecado.

Es esta la verdadera revolución que salva al mundo, es esta la verdadera estrategia para la comunión y la paz: aprender a arrodillarnos a los pies de los hermanos, discípulos de un Dios que se derrama a nuestros pies como agua que purifica y renueva; como óleo que consuela y calma las heridas.

Y es propio el óleo junto al agua los que hacen resplandecer la liturgia que estamos celebrando aquí, en comunión con toda la Iglesia peregrina en el mundo: un óleo que alivia nuestras enfermedades, que da fuerza a nuestro testimonio, que, mezclado al perfume hace bella la vida de la Iglesia. Es el don de Dios, es el perfume de Cristo, es el óleo del Espíritu que nos es dado. Y así como el agua, el aceite está hecho también para ser derramado sobre las heridas y sobre las necesidades de la humanidad, como el buen samaritano, como en Betania, como aquí en la sepultura de Cristo. Y así, el agua derramada sobre los pies de los discípulos, se convierte en el óleo del testimonio y del servicio a la vida del mundo. Bautismo y Confirmación, Bautismo y Ordenación, Agua y Espíritu, Fe y Caridad van siempre juntos. Y así, esta liturgia que puede parecer un poco extraña, nos llama a una profunda verdad y nos educa al mero estilo cristiano. No basta estar con Cristo en el cenáculo si no se es para los hombres del mundo, y no se puede ser auténticamente hombres para los demás si no se está con Cristo en Dios. Los óleos que dentro de poco bendeciremos nos envían al mundo para que la Unción del Santo consagre la humanidad entera y la haga “sacrificio perene y agradable a Dios” para la salvación del mundo.

Y no nos impresione la palabra “sacrificio”. Estamos en Jerusalén donde se venía a celebrar la Pascua, donde Cristo en la última cena y en el Calvario, verdadero cordero pascual ha completado el único y perfecto sacrificio, aquel de la propia vida obediente y donada. Estamos aquí para hacer memoria de aquella última noche y de aquellas divinas palabras que han dado cuerpo y sangre al amor, y de aquel amor que se ha dado hasta dar cuerpo y sangre. Y así, Cristo se hizo en persona sacrificio y sacerdote. Un amor que no se convierte en sacrificio no es capaz de cambiar el mundo, sino que se reduce a sentimiento y demagogia; una Eucaristía que no conduce al don de sí se vacía en el rito, tanto compensatorio como vano; un sacerdocio que no favorezca relación y encuentro, es sólo un rol y poder. Y permítanme dar aquí una palabra al presbiterio que me ha sido confiado, en este jueves santo en el cual juntos reavivamos nuestro día de nacimiento y renovación de las promesas de nuestra Ordenación. No olvidemos que hemos nacido en el Cenáculo, que hemos sido ungidos con el Crisma, que nos ha sido confiada la Eucaristía. Somos entonces ministros de un Dios de rodillas, enviados a servir y a sanar, sacerdotes que no sólo ofrecen, sino que se ofrecen en sacrificio para la vida del mundo. El sentido y el valor de nuestra vocación y de nuestra misión está todo aquí: en nuestra capacidad de donar y de donarnos, para que quien nos encuentra, pueda ver algo de Cristo muerto y resucitado. Nos damos cuenta ahora aquí y como nunca antes, cuanto puede ser dolosamente contradicho cuanto creemos y celebramos, un ministerio de vida sacerdotal que busca el privilegio, el interés propio, las ventajas personales y sociales en lugar del servicio y del don que se sacrifica por el bien de la Iglesia y de los hermanos. Justamente, orgullosos de nuestra dignidad de cristianos y de sacerdotes, “vicem gerentes Christi” (representantes de Cristo). Nosotros sin embargo, no pronunciamos estas palabras como las pronuncia el mundo. El mundo las pronuncia y piensa en honores, primeros lugares, poderes sobre los otros. Nosotros pensamos simplemente en nuestra verdad de ser cristianos y sacerdotes, capaces de actuar “in persona Christi”, es decir, a la medida de Cristo, que actuó hasta el amor que se dona a sí mismo. El Espíritu que ha movido a Cristo a ofrecerse a sí mismo en la cruz es el mismo Espíritu que actúa en el crisma moviendo a cada uno a ofrecerse en Cristo, para la salvación del mundo. Ser sacerdotes de Cristo, ser ministros de la Iglesia, es entonces confiar en el amor y no en el poder, es apostar sobre el don y no sobre el privilegio, es abrirse al mundo, no encerrarse en recintos, es decidirse por Jesús y no por Barrabás. Esto dentro de poco lo prometeremos de nuevo, empeñándonos a unirnos “íntimamente al Señor Jesús, modelo de nuestro sacerdocio, renunciando a nosotros mismos movidos por el amor de Cristo … dejándonos guiar  no por intereses humanos, sino por el amor de nuestros hermanos” (cfr Pontifical Romano).

Agua y vino, pan y vino: pueden ser signos vacíos de ritos antiguos y de tradiciones superadas, pueden convertirse por la gracia de Dios y nuestra conversión en símbolos y promesas de una vida, que haciéndose don y servicio a pesar de tantas heridas, proclama con humildad y valentía la esperanza pascual, en la certeza del Amor más grande que la muerte.

+Pierbattista