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Homilia del Domingo de Pascua 2017

Pascua 2017

16 abril 2017 – Santo Sepulcro

Amadísimos hermanos y hermanas

¡El Señor les de la paz!

Henos aquí congregados en el día tan esperado. ¡La pascua del Señor es nuestra Pascua!

Hemos llegado también nosotros hoy como María de Magdalena, con los apóstoles Pedro y Juan, al sepulcro de Cristo para inclinarnos delante a este suyo misterio de la resurrección, para recibir este don extraordinario que es Su vida en nosotros.

Durante toda la semana hemos celebrado bellas y antiguas liturgias que han querido recorrer también físicamente la experiencia humana de Jesús en estos mismos Lugares. Y sobre todo en este mismo Lugar donde ha sido sepultado.

Y ahora que están por terminar todas estas bellas celebraciones, nos queda todavía por preguntarnos qué hemos comprendido y qué cosa nos han dejado tantos y significativos gestos que nos acompañaron en estos días. Para muchos de nosotros aquí presentes, quizá, se han convertido en momentos rutinarios, estando ya habituados a años de repeticiones de celebraciones bien conocidas. Por el contrario, para muchos peregrinos son una novedad emocionante, un recuerdo precioso para llevarse a casa y compartirlos en familia y en el corazón. La gozosa y fatigosa confesión de estos días con las cuales, todas las comunidades cristianas contemporáneamente celebran en este mismo Lugar su propia Pascua, según las propias tradiciones, crean una atmósfera de fiesta y excepcionalidad. Todo sumado nos habla de algo distinto, particular y único. La pascua en Jerusalén es esto también ciertamente.

Pero también en Jerusalén como en cualquier otra parte del mundo, hoy se pone delante de nosotros la conciencia el misterio por excelencia, el centro de nuestra fe la resurrección. Nos lo recuerda el apóstol Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vacía es nuestra predicación, vacía también la fe ” (1Cor 15, 14). Hoy Jesús dirige a nosotros la pregunta hecha a Marta y que hemos escuchado algunos días atrás: “Yo soy la resurrección y la vida…¿Crees tú esto?” (Jn 11, 25-26).

¿Qué hemos hecho de este misterio? ¿Cuánto nuestra conciencia de que Cristo ha resucitado y que vive entre nosotros ha cambiado y es determinante para nuestra existencia? Proclamaremos dentro de poco en torno a la Sagrada tumba restaurada, los Evangelios de la Resurrección. Cuatro veces en cuatro puntos diferentes según los cuatro puntos cardinales, para indicar el anuncio de este evento extraordinario a todo el mundo que desde Aquí, desde lugar de Jerusalén ha llegado a todas partes. ¿Cuánto de lo que estamos por anunciar se vive en nuestra conciencia?

Quizás nos hemos acostumbrado a la idea de la resurrección hasta el punto de no darnos cuenta de cuanto nos conmueve el significado de aquel sepulcro vacío. Pero bastaría hablarles a nuestros hermanos no cristianos en medio a los cuales vivimos para darnos cuenta de cuanto sea una locura según el pensamiento humano de creer que pueda ser una resurrección.

Y no faltan incluso hoy los modernos areópagos (cfr. Hch 17, 32), los varios contextos donde nosotros los cristianos somos recibidos, escuchados y buscados, donde nuestras obras y nuestro servicios son apreciados y deseados. Donde en suma, todo eso que hacemos es fuente de consolación y colaboración; donde nuestro anuncio de solidaridad con cada hombre, nuestro deseo de paz, es compartido y recibido con alegría. Pero al mismo tiempo, donde Cristo resucitado no es comprendido ni deseado, no interesa y quizás es incluso fastidioso.

Sin embargo es esta nuestra fe y anuncio: “No está aquí. Ha resucitado, como había dicho; Vengan, vean el lugar donde lo habían puesto” (Mt 28, 6). “No tengan miedo ¡Ustedes buscan a Jesús el nazarenos, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí. He aquí el lugar donde lo habían puesto” (Mc 16, 6).

Es un misterio que nuestra mente no puede comprender ni explicar. Puede ser solo recibido y custodiado en el corazón, con fe y con amor. Es una experiencia: “entonces entró también el otro discípulo que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó” (Jn 20, 8). Ver en el Evangelio de Juan significa hacer experiencia, es un ver que conmueve todos los sentidos y no sólo la vista. Se ve también el corazón. Y con el corazón lleno de fe, doblando las rodillas frente al misterio de esta tumba vacía, junto al Evangelista Marco, nosotros decimos: “¡Creo, Señor aumenta mi fe!” (Mc 9 ,24). ¡Aquí afirmamos que no obstante nuestras limitaciones y e inseguridades, nosotros creemos!

Creemos que la Pascua es la última y definitiva intervención de Dios en la historia para todos, el más esperado y el más sorprendente. Creemos que después de habernos salvado de la nada, de la esclavitud, del exilo, Dios tendría que salvarnos de un último enemigo que es la muerte, es decir, del pecado. Nosotros creemos y hoy anunciamos que la muerte es cada lugar de la vida donde Dios está ausente, donde el hombre está sin la relación con Él. Que esto es el verdadero fracaso de la vida, la vida de hecho, no es que no tenga sentido cuando nos falta algo, cuanto experimentamos el dolor, el cansancio; sino cuando nos falta el Señor, cuando estamos solos sin él. La muerte se encuentra cuando Dios no es Padre, cuando él no es el manantial de la vida. Donde nosotros no somos capaces de hacerle un espacio.

Hoy nosotros creemos y anunciamos que Dios Padre se ha hecho un espacio en la vida de cada uno de nosotros para siempre. La resurrección es la irrupción  de su vida con la nuestra.

Creemos que no hay más lugar donde el Padre no esté presente; ni la muerte es más ya este lugar. La muerte no puede detener a Jesús, porque Jesús pertenece al Padre, porque esta relación es más fuerte que todo, y ha quedado viva incluso en la muerte.

Las vendas y el sudario no envuelven a Jesús sino están dobladas sobre sí mismas, porque Jesús no está envuelto por la muerte. Está envuelto por la vida que el padre le da, por ello hoy los discípulos van al sepulcro, pero no encuentras nada más allá de las vendas ya inútiles (Jn 20, 6-7). En Juan no hay anuncios explícitos de la pasión y de la resurrección como en los otros Evangelios sinópticos. Pero Jesús había dicho más de una vez que el “lugar” de su vida es el Padre, que de él venía y  a él regresaba,  que la última etapa no habría sido el sepulcro sino la vida del Padre. Es con esta certeza que Jesús está en la muerte. Entra con esta fe, una fe dramática que hemos visto en el Getsemaní y en  la cruz como fruto de una lucha durísima. Pero jamás Jesús pierde su confianza en dirigirse al Padre; esta relación permanece intacta incluso cuando viene traicionado y dejado solo, también cuando la vida viene a menos. También cuando el Padre pareciera estar ausente, Jesús permanece en la fe y hasta las últimas consecuencias hasta dar la vida en el hacer la voluntad del Padre, en el hacer coincidir la propia vida y voluntad con aquella del Padre.

Allí donde el hombre había pecado, donde había creído que Dios le estaba dando la muerte y no la vida, allí Jesús cree que el Padre les está dando la vida y no la muerte. La muerte para Jesús es confiar la vida al Padre, no es confiarla a la nada, no es dejarla en el vacío, no es despreciarla, sino ponerla completamente en Aquel que le ha dado esta misma vida, que es manantial infinito, que la cuida y que finalmente la resucita.

Nosotros hoy decimos que creemos todo esto. Pero esta fe ¿qué significa para nosotros, pequeños creyentes de hoy?  ¿Qué se dice de la Pascua?

Nos dice que esta plenitud de relación que hay entre el Padre y el Hijo, desde aquella mañana de Pascua es también nuestra. Antes de esto no era posible porque permanecía la muerte como lugar donde la fe en el Padre no había todavía entrado, donde el hombre estaba todavía solo. Ahora, también nosotros estamos inmersos en la vida del Padre, porque Jesús donando el Espíritu nos dona esta relación entre él y el Padre.

Entonces, concretamente no hay lugar de nuestra existencia y de nuestra historia que no pueda ser potencialmente casa de Dios, lugar de encuentro con él. No hay ningún espacio en la vida de cada uno de nosotros donde él no pueda estar presente. Porque nuestra salvación es esta relación, de este ser hijos.

Esta conciencia no nos hace ausentes de la experiencia de la prueba, del dolor, de la oscuridad. Todo esto permanece, pero no es más ya una condena: en cada una de estas situaciones puede entrar la fe de que Dios está con nosotros, que también allí él puede traer la vida, que también ahí dará la vida y no la muerte. Pensemos un momento en todas las situaciones de muerte que nos envuelven, basta ver a nuestro alrededor y tendremos de que preocuparnos y sentirnos sumergidos en la muerte, de sus victorias y de sus aguijones (cfr 1Cor 15, 55). Sin ir muy lejos pienso a las tremendas situaciones en la cual se encuentran los pueblos a nosotros cercanas: Siria, Irak, Yemen… la vida que nosotros hoy aquí celebramos, allí con cinismo y arrogancia viene cada día despreciada y humillada.

Concédanme en este momento una palabra y un recuerdo dirigidos a nuestros hermanos coptos que, una vez más la semana pasada han sufrido una tremenda masacre en Egipto, en las ciudades de Tanta y de Alejandría. Es una situación de muerte, un deseo de muerte; en aquellas circunstancias pareciera que odio y desprecio en las relaciones sociales y religiosas prevalgan sobre todo y que por lo tanto el respeto humano, religioso y civil se hayan convertido en palabras vacías de sentido: el otro es el enemigo por aniquilar, no hay lugar para él. Antes que una muerte física, se trata de una muerte moral y espiritual, ¡ay de nosotros si nos rendimos a todo eso! Propiamente en estas circunstancias, con gratitud vemos la fuerza de la vida. Aquellos nuestros hermanos cristianos no han respondido con el mismo deseo de muerte, permanecen abiertos, con serena confianza, dispuestos a cooperar con todos. Ninguna palabra de odio y desprecio. Ninguna reacción violenta, sino sólo el sereno y justo deseo de justicia. La muerte de aquellos mártires, no ha borrado la fuerza de vida de aquella comunidad. El domingo  de ramos de ellos fue ya la Pascua.

Pero también aquí en Tierra Santa no faltan las sombras de la muerte: las heridas en la geografía del país y en la vida de nuestros pueblos son innumerables. La justicia y la paz se han convertido en slogan vacíos de credibilidad. Nuestras familias están divididas. Pareciera que hablar de esperanza es hablar al vacío y fuera de la realidad. Sobre todo hay miedo y desconfianza: entre los miembros de las distintas comunidades de fe. Al interno de nuestras propias comunidades experimentamos divisiones de todo tipo, basados en el miedo al otro, sobre el miedo de perder algo, por el miedo de morir, de donar vida. Y actuando así, nos entregamos a la muerte y a su poder.

Pero si creemos verdaderamente en la resurrección, si creemos en la fuerza del Espíritu Santo, en la fuerza del Espíritu, en la fuerza de la Palabra, si confiamos todas estas situaciones a él, si las convertimos en pregunta, oración, grito, entonces estas mismas situaciones se convertirán en un camino de vida.

La experiencia de la resurrección no se puede comprender sino a través del compartir de esta misma experiencia, sino se convierte en viva vivida experimentada y anunciada.

En la segunda lectura de hoy de la carta a los Colosenses en el versículo 2 hay una expresión que es difícil de traducir y que en las diversas lenguas es traducida de distintas maneras: “piensen a las cosas de arriba, no a las de la tierra” (Col 3, 2); “tengan el corazón en las cosas de arriba” entre otras traducciones. A nosotros nos gusta la traducción latina de este versículo: quae sursum sunt sapite­. Sapite ¡tengan el sabor de las cosas de arriba! Nos dice que tenemos radicados aquí en esta tierra inmersos y encarnados aquí, amando apasionadamente este mundo que Dios nos ha entregado y el hombre que no habita, pero tenemos que tener al mismo tiempo un sabor distinto. El sabor de la resurrección de quien no pertenece a la muerte, sino a una libertad que no puede ser arrebatada a quien pertenece al Padre de la vida frente al cual la muerte es impotente.

¡No nos repleguemos ni nos cerremos en nuestros miedos. No permitamos que nos atemoricen la muerte a sus súbditos. Sería un negar con la vida nuestra fe en la resurrección!

Y no nos limitemos mucho vemos a venerar este Sepulcro vacío, la resurrección en el anuncio de una alegría nueva que irrumpe en el mundo y que no puede permanecer encerrado en este lugar, sino que de aquí debe todavía llegar a todos.

“Vayan a decir a los discípulos y a Pedro, que él los precederá…” (Mc 16, 7).

“¿Dónde?” Por todas partes. En Galilea y sobre el monte: en el cenáculo y a lo largo del camino de Emaús: sobre el mar y en los desiertos, por todas partes el hombre planta su tienda, parte su pan, construye sus ciudades, llorando y cantando, suspirando e imprecando.  “Él los precede” (Don Primo Mazzolari).

Este es mi sincero felicitación para todos ustedes. Que la Pascua que hoy celebramos en esta Eucaristía nos sea dada de celebrarla en la vida de cada día.

+Pierbattista