Homilia solemnidad de Corpus Christi 2022
Jerusalén, Santo Sepulcro, 16 de junio de 2022
Génesis 14:18-20; 1Cor 11,23-26; Lucas 9:11-17
Queridos hermanos y hermanas,
Excelencias Reverendísimas y Sacerdotes,
¡Que el Señor les dé paz!
La celebración de esta solemnidad, cada año aquí en el Santo Sepulcro, nos devuelve al corazón de la misión de la Iglesia y de la vida sacerdotal de cada uno de nosotros.
El pasaje evangélico, rico en muchos puntos de reflexión y oración, nos ayuda también este año a comprender el significado de este Misterio de fe, la Eucaristía, y su relación con nuestro contexto de vida.
Tomo como referencia un solo punto: "Haced volver a la multitud a los pueblos y campos de los alrededores, para que se queden allí y encuentren comida: aquí estamos en un lugar desierto" (Lc 9,12). Una multitud de más de cinco mil personas había seguido a Jesús todo el día, en una zona desértica, en el calor abrasador de esta tierra que todos conocemos. Es de noche, así que están cansados y hambrientos. Los discípulos, legítimamente preocupados, invitan a Jesús a detenerse allí.
El pueblo, aunque hambriento, agobiado por el calor y el cansancio de un largo día, no se va, no vuelve a casa, sino que permanece allí, cerca de Jesús, deseoso de seguir escuchando su palabra. Esto significa que estas personas no solo tenían hambre físicamente. Tenían otro hambre mucho más profunda. El malestar del calor y el hambre no fue nada comparado con lo que recibieron de Jesús. Estaban hambrientos de las palabras de vida. La presencia y la palabra de Jesús llenaron sus corazones con un vacío mucho mayor que el hambre ordinaria.
"Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68). Las palabras de Jesús son palabras de vida eterna, que dan sentido a la existencia humana, que tocan el corazón, muchas veces lleno de preocupaciones e interrogantes, y que traen alivio. Porque el
hombre fue creado para el cielo, su destino es la vida eterna con Dios, y sólo las palabras de vida eterna pueden responder al anhelo profundo que habita en el corazón de cada uno de nosotros. Sólo sus palabras son respuestas a las preguntas más profundas de todo hombre.
El mundo de hoy no es tan diferente al de entonces. Todavía hoy asistimos a continuas crisis internacionales, luchas fratricidas que amenazan con matar de hambre a poblaciones enteras en todo el mundo. Aún hoy, el hambre es una dolorosa realidad en muchas partes del mundo, y muchas veces es el resultado del egoísmo, de políticas miopes o, peor aún, de la indiferencia. En resumen, en el mundo y entre nosotros, todavía hay mucha gente que tiene hambre, como la multitud del Evangelio de hoy.
Pero hay un hambre aún mayor, el hambre de las palabras de vida, que traen consuelo y alivio a tantos corazones cansados. Incluso entre nosotros, en Tierra Santa, por ejemplo, siempre es tan difícil ser creíble cuando hablamos de esperanza, de confianza, de futuro. Nuestros corazones a menudo están tan llenos de dolor y soledad.
Con la solemnidad de hoy, la Iglesia nos recuerda una gran verdad, que nunca debemos olvidar y que está en el corazón de nuestra misión: sin Jesús, el mundo siempre tendrá hambre, porque él es la verdadera y única fuente de paz.
En la Eucaristía celebramos este don inefable, su presencia entre nosotros, el don de su misma vida, muerte y resurrección. En la Eucaristía tenemos la irrupción de la vida eterna en la nuestra. Tenemos la respuesta al hambre humana real y profunda. Y sólo esta respuesta podrá sostener, con fuerza, constancia y valentía, nuestra acción por la justicia, por la paz, por el derecho de todo hombre a una vida digna, a la altura de su vocación de persona creada a imagen y la semejanza de Dios.
La celebración de la muerte y resurrección de Jesús, aquí en el Santo Sepulcro, recuerda también a nuestra Iglesia que así como la multitud del Evangelio estuvo unida a las palabras de vida de Jesús, así debemos hacerlo nosotros hoy: es desde aquí, desde el Santo Sepulcro, que deben partir todas nuestras iniciativas, es aquí donde siempre debemos volver, y es alrededor de este Lugar y de este
misterio que debemos construir nuestros proyectos. La vida de nuestra Iglesia debe estar siempre centrada en el misterio eucarístico, tanto en la celebración del misterio mismo como en la vida cotidiana, estando cerca de cada persona. Debe convertirse continuamente en un don de sí mismo para la vida del mundo.
Pero no hay Eucaristía sin sacerdocio.
Son los sacerdotes quienes parten el pan por nosotros, quienes diariamente llevan la presencia de Cristo a la vida del mundo. El sacerdote está llamado a ser un encuentro entre la vida de Cristo y la vida del mundo. Su vida no es más que eso, ser don de sí mismo para la vida de su comunidad. Solía decirse que el sacerdote celebraba "in persona Christi". Pero este "in persona Christi" se refiere a toda su vida, y no sólo al momento de la celebración. Todo sacerdote está llamado a convertirse él mismo en pan partido y a dar su vida, a proclamar las palabras de vida eterna, es decir, la Palabra de Dios, y a vivir de ella.
La comunidad cristiana seguirá existiendo, con todas sus limitaciones y sus males, mientras haya sacerdotes que, en la vida y en la celebración, partan el pan del Cielo.
Agradecemos, pues, a todos nuestros sacerdotes, a los que están aquí presentes y a los que, por diversas razones, no pueden estar con nosotros, y que aquí celebran su jubileo. En primer lugar, les agradecemos su fidelidad. En momentos de alegría y de tristeza, de compartir y de soledad, continuaron entregando su vida a Cristo y a la Iglesia y, al hacerlo, dieron vida a sus comunidades.
Son agradecidos por las diferentes comunidades en las que sirvieron, porque a través de ellas experimentaron la presencia de Cristo, su consuelo, su perdón.
Nuestra Madre Iglesia de Jerusalén les agradece: que su ejemplo, su testimonio y su alegría animen a otros a seguir su ejemplo y llevar palabras de vida eterna a la vida de nuestra comunidad.
Que la Madre de Jesús y Madre nuestra interceda por todos nosotros y nos acompañe con su protección en la vida de nuestra Iglesia.