Muy Reverendísimo Padre Custodio
Queridos hermanos y hermanas y queridos ordenandos,
¡Que el Señor les dé paz!
Conocer a Jesús es el anhelo profundo no sólo de quienes, aquí entre nosotros, han optado por la vida religiosa, sino también –en diferentes formas y modalidades– de todo creyente. Esto es lo que guía cualquier elección, o al menos lo que debería guiar cualquier elección. Y si hoy estáis aquí para recibir la ordenación sacerdotal, la razón de fondo es sólo Él, "el Cristo, el Hijo del Dios vivo" (Mt 16,16), a quien debemos seguir y servir.
El pasaje evangélico de hoy nos interpela sugiriendo una pregunta implícita pero fundamental: “¿Qué significa conocer a Jesús? ¿Cómo lo sabemos?"
En este sentido, este pasaje también nos proporciona algunas indicaciones.
El primer indicio proviene del lugar donde transcurre este episodio. El Evangelio es muy preciso, situándolo en Cesárea de Filipo, al norte de Galilea. Un lugar lejos de Jerusalén, lejos de la ciudad donde Jesús se revelará definitivamente como el Hijo de Dios que da vida, y donde la respuesta a nuestra pregunta sobre Cristo será completa y definitiva. Un lugar marcado también por una historia de idolatría, de cismas; un lugar pagano...
Sin embargo, es aquí donde comienza el viaje de Jesús a Jerusalén: en los Sinópticos, este pasaje es una especie de vertiente y nexo de unión entre las dos partes del Evangelio, una relativa a los años de Jesús en Galilea, especialmente en Cafarnaúm, y la otra que habla de su viaje a Jerusalén.
Por lo tanto, es importante comenzar allí, a esta distancia. Conocer a Jesús significa partir de donde estamos, de nuestra “Cesárea de Filipo”, para emprender nuestro camino hacia Jerusalén. Aún estamos lejos de conocer plenamente a Jesús; la respuesta a su pregunta nunca se da de una vez por todas. Estamos en camino.
Ahora que habéis terminado vuestros estudios y estáis por fin a punto de ser sacerdotes, no penséis, queridos ordenandos, que vuestro camino ha terminado, que habéis llegado a vuestro destino. Más bien, vuestro viaje comienza ahora. Es a partir de hoy que, en vuestro ministerio, en vuestra vida, a través de un claro testimonio, seréis llamados a decir quién es Jesús para vosotros, si realmente es el anhelo más profundo de vuestro corazón. Harás mucho, estarás involucrado en muchas iniciativas, pero no olvides que al final del día, la gente primero querrá saber de ti si Jesús es tu razón de vivir o no. Cada día, el ministerio que desempeñaréis, si lo vivís con seriedad, os hará retroceder a las diferentes etapas del camino que Jesús inició en Cesárea y que inevitablemente será también el vuestro. A veces os sentiréis como en la pagana Cesárea de Filipo, a veces subiréis al Tabor y sentiréis el consuelo de su presencia, a veces os sentiréis en Jerusalén, solo e incomprendido ante la cruz, o feliz de haber experimentado la novedad de la resurrección, o esperando el don del Espíritu. Pero, en cada etapa de este camino, el "Hijo del Dios vivo" debe ser vuestra referencia y vuestro apoyo. Que la pregunta de Jesús a Pedro sea el fundamento de vuestra oración. Esta será la verdadera clave para el éxito de vuestro ministerio. Nada más.
Todavía en el pasaje evangélico, la respuesta de San Pedro es una indicación adicional. No sólo se da cuenta de que el Hombre que tiene delante es diferente, sino que llega a hacer una declaración extraordinaria: Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios. Y Jesús nos dice que esta profesión de fe no viene simplemente de Pedro, sino que es el mismo Padre quien se la revela: conocer a Jesús es un don que viene de Dios.
Para aprender todos los demás conocimientos, basta con comprometerse, leer y estudiar. Pero para conocer a Cristo, debemos abandonarnos al Padre, pedirle la gracia de la fe y el don del Espíritu Santo, que nos abre a su conocimiento.
Para comprender plenamente el sentido de su confesión de fe, para experimentar a Cristo como Mesías, Hijo de Dios, también Pedro tendrá que hacer su propio camino. No basta afirmar que Cristo es el Hijo del Dios vivo. Pedro también tendrá que subir a Jerusalén y experimentar su fracaso y traición, afrontar el fracaso de Cristo y descubrir que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios. Porque el Padre no lo abandona en la muerte, sino que lo devuelve a la vida en la resurrección.
Y vosotros, seréis como Pedro. En vuestro ministerio, sin duda, experimentaréis la alegría, la vida y muchos consuelos, pero tendréis que aprender a vivir con vuestras pequeñas y grandes traiciones; lamentablemente también con las contradicciones y contratestimonios en la vida de la Iglesia; con vuestras propias infidelidades o las de los demás... En resumen, vuestro conocimiento de Cristo se hará cada vez menos emocional y cada vez más concreto, vital. La pregunta de Jesús en el Evangelio de hoy: "¿Quién dicen que soy?", si se toma en serio, hará que os concentréis más y más en vuestra relación con Él, afinareis vuestros sentimientos comparándolos con los Suyos, a fijaros metas de vida más realistas, sentiréis el deseo de conocerlo cada vez más profundamente, por eso es importante llevar esta pregunta en el corazón, con el deseo de conocer al Señor, sabiendo que podremos reconocer la respuesta cuando la presencia de Cristo se manifieste en los acontecimientos de la vida. Por supuesto, uno también puede tener la tentación de cansarse de este viaje, de detenerse, de dejar de insistir en esta pregunta maravillosa y apasionante, pero también fatigosa, laboriosa, intrigante, viviendo esta pregunta interiormente y dejando que la vida produzca la respuesta, es decir, la revelación del rostro de Cristo, será parte esencial de vuestro ministerio, no un complemento, no será un tiempo tomado de las actividades juveniles o de la pre-catequesis-crismal.
Otra indicación nos viene del mismo Jesús, porque en un momento dado se invierte la pregunta, y Jesús viene a decirle a Pedro quién es, a darle un nombre, una nueva identidad: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).
Jesús es quien nos dice quiénes somos. Podemos encontrarnos, conocernos y finalmente encontrarnos en Jesús. Conocerlo es dejarse conocer, dejarse definir por nada menos que Él, dejarse renovar, dejarse dar un nuevo nombre. Nos conocemos mejor cuando nos relacionamos con los demás, cuando permitimos que nos cuestionen y cuando estamos dispuestos a escuchar. Este será un aspecto fundamental de vuestro ministerio: ser interpelados, escuchados, definidos... Dije al principio que la gente querrá saber si Jesús es vuestra razón de vivir. La respuesta a esta pregunta se entenderá precisamente por esta actitud que será vuestra. Si el cuestionamiento sobre Jesús esculpe y configura poco a poco vuestra identidad sacerdotal, vuestra relación con los que encontráis adquirirá también la misma dinámica de escucha y formación. Si, en definitiva, seguís dejándoos interpelar por Jesús, lo mismo ocurrirá con vuestras comunidades. Haréis encuentros reales con las personas y con vosotros mismos, moldearéis las comunidades a las que serviréis, llevaréis una vida que permanece para siempre.
Finalmente, la ocasión de hoy nos da otra indicación valiosa.
Para conocer al Señor, tenemos que pasar de alguna manera por Pedro. Su primacía en el anuncio de la fe se convierte en un servicio a la fe de todos los que vienen después de él.
Por eso es necesario que emprendáis este camino con Pedro y con toda la Iglesia. Vuestra relación con Jesús no es solo un asunto personal entre vosotros y Él. Pasa inevitablemente por la Iglesia, esta Iglesia. Es el lugar donde el encuentro con el Señor se hace real, concreto, visible. Los sacramentos que celebraréis, así como la Palabra que anunciaréis y vuestro testimonio de vida, serán el alimento de vuestras comunidades. Construid vuestra relación con Jesús así como vuestra relación de obediencia con vuestros superiores, con los obispos, con Pedro. No sólo no están excluidos de ella, sino que por el contrario son parte constitutiva de ella. No se puede decir "sí" a Cristo sin decir "sí" a la Iglesia. El ministerio que estáis a punto de recibir no os pertenece a vosotros, sino a la Iglesia, que os lo confía. Ella se entrega hoy en vuestras manos y se encomienda a vosotros para continuar la obra de la redención en el mundo. Daros cuenta del precioso regalo que habéis recibido hoy.
El camino de Pedro y de la Iglesia, como entonces y como siempre, es turbulento, nunca lineal, nunca simple. Esto no nos sorprende, pero tampoco nos asusta, porque “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18). Así que no os dejéis molestar por las muchas voces que quieren alejaros de la comunión con la Iglesia. Al mismo tiempo, no os hagáis "dueños" de vuestro ministerio, sino sean siempre servidores del Evangelio, y servidores de la Iglesia, sin tomar posesión de nada, de forma totalmente gratuita.
Roguemos a la Santísima Virgen para que interceda por vosotros, os asista y os acompañe con su maternal protección al inicio de este nuevo camino en vuestra vida y en la vida de la Iglesia.
Finalmente, donde sea que estéis llamados a servir, no os olvidéis de rezar también por nuestra pequeña Iglesia de Jerusalén, para que, en este contexto turbulento que es el nuestro, siga dando testimonio gozoso de Cristo, el Hijo de Dios vivo. Amén.