Homilía para las ordenaciones diaconales en San Salvador
Is 35, 1-6, 8-10; Jc 5, 7-10; Mt 11, 2-22 (3er Domingo Adviento - A)
Estimados hermanos y hermanas,
¡Que el Señor os de la paz!
En los últimos días, la Diócesis de Jerusalén ha celebrado varias ordenaciones diaconales que han enriquecido nuestra Iglesia local: hace unas semanas en Domus Galilaeae, el viernes pasado en nuestro seminario diocesano, el jueves pasado en Nazaret, y hoy aquí en la Custodia. Diáconos al servicio de la Iglesia local y universal que, aquí en Tierra Santa, asumen un ministerio de servicio y enriquecen nuestra comunidad con su misión. Demos gracias a Dios por esta abundancia.
Una vez más, me guiaré en mi reflexión por el Evangelio que acaba de ser proclamado.
El pasaje de este tercer domingo de Adviento habla a todos nuestros corazones; es típico de este período de Adviento donde el énfasis está en la espera, en la espera de lo absoluto. El cuestionamiento de Juan el Bautista, perplejo y encarcelado, es también nuestro cuestionamiento, como el de tantos otros antes y después de nosotros.
Juan el Bautista apostó todo por Jesús, toda su vida. No duda de que, por medio de Dios, la historia tendrá un nuevo comienzo, de que Dios está a punto de anunciar una gran noticia a su pueblo: "En medio de vosotros está aquel a quien no conocéis: es el que viene detrás de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". No hay duda de que en esta persona habrá salvación, el juicio último y final de Dios. Él debe ser quien bautice en el Espíritu Santo y en fuego. "En la mano tiene la pala para limpiar su era; recogerá su trigo en un granero, pero quemará la paja en un fuego que no se apaga. (Mt 3, 11,12).
En resumen, el primer Juan Bautista, el del Jordán y no el de la cárcel, no sólo estaba seguro del hecho, sino que ya veía que Dios había llegado a la tierra, mediante la venida de un Poderoso que separa violentamente, que alegra o que empuja al abismo eterno.
Sin embargo, este Jesús del que todos hablan no encaja en absoluto con la representación que Juan el Bautista hace de Dios y del Mesías esperado.
Por un lado, hay elementos que hablan a favor de su carácter mesiánico, que dicen que es el poderoso esperado y prometido: los enfermos se curan, los demonios huyen, la palabra profética -que, como en tiempos de Samuel, era rara- empieza a hacerse tangible. La gente acude a verle y se entusiasma, pues está satisfecha con su palabra e incluso quiere hacerle rey (Jn 6,14).
Pero este Jesús, que parecía ser el bueno, no se corresponde con la imagen del Mesías que se había formado Juan el Bautista. Evita ser espectacular; intenta ocultarse en lugar de despertar pasiones. También hay signos que muestran un elemento completamente distinto, marcado por la misericordia y no por la justicia divina, que debería haber reducido la miseria a cenizas.
Y también hay actitudes que son preocupantes, inútiles y quizá incluso peligrosas. Este Jesús dice que esta manera de observar la ley ya no expresa el camino de la salvación. Este Jesús, que vive pobremente, proclama bienaventurados a los pobres y los orienta hacia la confianza total en Dios. Se sienta con los pecadores -publicanos y prostitutas - para convertirlos. Acompaña a los niños y juega con ellos, incluso en contra de los deseos de sus discípulos. Y también dice que el reino de los cielos pertenece a estas personas. Estas actitudes no son propias de un Maestro y un Profeta.
Es en este contexto, que entendemos el cuestionamiento de Juan el Bautista.
Tenemos que preguntarnos qué idea de Jesús tenemos en nuestros corazones, y si el que estamos esperando coincide con el del Evangelio, o si estamos esperando a otro. Para vosotros, los diáconos, esta pregunta es aún más importante. El ministerio de servicio que estáis a punto de emprender no es distinto del de Jesús, que escandalizó a muchos y dejó perplejo a Juan el Bautista. Ser diácono significa asumir un servicio: no un servicio cualquiera o genérico, sino el modo de servir de Jesús, y nada más.
En esto punto, ¿aparecía realmente Jesús de Nazaret como aquel que tiene en su mano el juicio final, y con él la salvación o el desastre final, aquel del que dependen nuestras vidas presentes y futuras?
¿Quién, al menos una vez, en un momento de fatiga e incomprensión, no se ha hecho esta pregunta? Puede que muchos, y quizá también nosotros, en lo concreto de la vida cotidiana, nos cansemos y decidamos que Jesús, este Jesús, no es el que esperamos.
Juan permanece en este cuestionamiento. Un cuestionamiento que le oprime, pero que no descuida. No opta por un sí o un no rotundo. No tiene una respuesta definitiva. Permanece en su inseguridad. El decidido y fuerte Juan Bautista del Jordán ha dado paso a un Juan ansioso y dubitativo.
Pero este cuestionamiento indica también que sigue apegado a este Jesús, que lo ama. No le abandona, no le deja marchar, aún muestra confianza en Él, espera en Él. Juan no es tan débil como para rendirse, ni tan fuerte como para entenderlo todo. Mantiene este cuestionamiento y, en su corazón fracturado y desgarrado, permanece fiel a Jesús.
Será lo mismo para vosotros. Ahora estás viviendo la alegría de la consagración, pero llegarán los momentos de soledad e incomprensión, de fatiga. Recordad, pues, el testimonio de este Juan Bautista, y permaneced en este cuestionamiento, permaneced fieles a Jesús, no dejéis de amarlo.
Esto no es todo. Juan el Bautista expresa su cuestionamiento directamente a Jesús. "Envió a sus discípulos a interrogarle... " (Mt 11,3). No se lo guarda todo para sí, no se conforma con la opinión pública, no acude a los expertos.... En resumen, no se guarda las cosas para sí, sino que expresa sus dudas directamente. El vínculo con Jesús no está roto. Juan el Bautista tiene tanta dignidad que no se limita a abandonar a Jesús porque las cosas no van según lo previsto. Y elegir preguntar directamente a Jesús, interrogarle, significa también estar dispuesto, en cierto modo, a aceptar su respuesta.
Interrogar a Jesús, para nosotros, significa interrogar a sus testigos y cuestionar su testimonio del Evangelio. Significa interrogar al testigo de ese testimonio: la Iglesia, que lleva hasta el final el tesoro de la respuesta de Jesús y lo guarda para el mundo entero. Vuestro nuevo ministerio no tendrá consistencia ni dará fruto si no está unido, como los sarmientos a la vid, al ministerio de la Iglesia.
Jesús responde. La pregunta no cae en saco roto. Jesús lleva siglos y siglos respondiendo a través de innumerables testigos, mártires y santos, personas piadosas y creyentes, teólogos... Sin embargo, este cuestionamiento no se ha extinguido. Y la respuesta dada a través de estos testigos no es la nuestra. Porque este cuestionamiento debe ser nuestro y su respuesta, personal.
Jesús remite a Juan el Bautista a sus obras: "Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia la buena nueva a los pobres.
Como son las obras de Jesús las que han causado perplejidad y cuestionamiento, Jesús se queda en el tema y dice: así es como viene el Mesías y no de otra manera, y en Él viene Dios a los hombres. Jesús envía a Juan el Bautista a releer sus obras a la luz de la Palabra de Dios.
Esta es también una indicación importante para vosotros y para nosotros hoy. Releyendo las propias obras y la propia historia a la luz de la Palabra de Dios, encontrando en ella la respuesta a vuestras propias preguntas, sin pretender comprenderlo todo de inmediato, sino con paciencia y fidelidad.
Jesús también dice: "¡Id y contadle a Juan lo que habéis visto y oído!" Aquí se nos pide que liberemos nuestros ojos y oídos de nuestras expectativas equivocadas. Para que no se conviertan en proyecciones, haciéndonos ver lo que no existe y ocultándonos la verdad presente. Es necesario un largo y serio recorrido para liberar la lectura de los acontecimientos presentes y personales de nuestras expectativas, y permanecer en este cuestionamiento que nos es propio con la libertad y gratuidad que requiere.
Aquí es precisamente donde radica la dificultad. Reconocedlo por lo que es: todos tenemos nuestras propias expectativas personales de Jesús, nuestras sensibilidades, nuestra visión, mientras que para comprender su respuesta, es necesario el desinterés y la sinceridad de corazón. Este será el precioso servicio que estaréis llamados a ofrecer a lo largo de vuestra vida: olvidarse de sí mismos, ponerse totalmente y sin buscar la autoafirmación, al servicio del Pueblo de Dios; ayudando a reconocer al verdadero Mesías y a saber esperarlo.
Jesús invita a Juan Bautista a liberarse de sus reservas y prejuicios, de sus propias representaciones y actitudes, y a confiar en Dios. Sólo entonces se abrirán sus ojos y sus oídos a la verdadera comprensión del Señor.
En conclusión, al final, a quien se desafía es a Juan el Bautista y no a Jesús. Éste le dice a Juan Bautista que se relea y relea a sí mismo, que se deje de interpelar continuamente.
¡Y eso es lo que se os pide a vosotros y a todos nosotros hoy!