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Homilía de la Vigilia Pascual 2020

Homilía de la Vigilia Pascual 2020

Homilía de la Vigilia Pascual

Santo Sepulcro - 11 de abril de 2020
 

Queridos hermanos y hermanas:

Por extraño que parezca, la experiencia que estamos viviendo en estos días es la más cercana a la Pascua y al signo, amadísimo y siempre poderoso, del santo sepulcro de Cristo donde estamos celebrando.

Los días que vivimos son, de hecho, días marcados por un gran vacío: vacío de ritos, vacío de rostros, vacío de presencias, vacío de contactos ... Una pandemia extendida y violenta nos ha quitado nuestras certezas, nuestros hábitos, nuestras fiestas, nuestras reuniones. Un miedo, mezclado con desorientación y desconcierto, se apoderó de nosotros. Nos sentimos perdidos, confundidos, ciegos. No podemos leer bien lo que está sucediendo, no podemos ver ni vislumbrar qué será, cómo seremos, cómo y si reanudaremos nuestra vida.

¿No se sentían así las mujeres en aquel amanecer de la primera Pascua? ¿No eran estos los sentimientos de los discípulos después del dolor del Viernes Santo y el silencio del sábado? ¿No fue similar el drama que ellos vivieron a lo que estamos experimentando nosotros? El lugar del Maestro en la mesa había quedado vacío, habían perdido el centro que los convertía en una comunidad; extranjera y vacía, la ciudad santa, se convirtió en enemiga, y la amistad se debilitó por la traición y la infidelidad. E incluso cuando una nueva y extraña esperanza los expulsó, se encontraron frente a este sepulcro ... vacío ...

Por lo tanto, no debemos escapar de este sentimiento demasiado rápido. Educados el Viernes Santo y el Sábado Santo, nosotros los cristianos debemos saber estar frente a la muerte, frente a la tumba, frente al silencio de Dios y de los hombres. La alegría de la Pascua, de hecho, no es un banal final feliz de la historia de Jesús, no es el final feliz del Evangelio por el cual todos vivieron felices para siempre, ni es la cancelación del dolor del mundo o la simple eliminación de las heridas tan sangrantes de la historia.

La alegría de la Pascua, la verdadera, nace y consiste precisamente en una nueva habilidad para mirar el vacío, para dialogar con el dolor (“Mujer, ¿por qué lloras?” Jn 20, 15) para ver los signos de la muerte y creer.

Por lo demás, aquí, justo aquí, el discípulo amado “vio y creyó”, él que ya había visto el costado abierto y que había vuelto su mirada hacia el que habían sido traspasado.

Por eso, aquí en este lugar, hoy en este día, quisiera pedirle al Señor una mirada pascual para mí, para ustedes, para nuestra Diócesis, para la Iglesia, para el mundo; una nueva visión para responder mejor a Aquél que nunca deja de repetirnos: “Vengan y vean “.

Estoy convencido, de hecho, de que el vacío que nos toca vivir en estos días, y quién sabe cuánto tiempo más, no es simplemente la ausencia de personas o cosas o hábitos, sino que se parece mucho al vacío del Sepulcro del Señor. Como en esa madrugada de Pascua, los discípulos fueron conducidos a comprender que no era una cuestión de ausencia sino de un nuevo misterio de la vida, el anuncio pascual que acaba de resonar nos conduce a creer también a nosotros que un misterio se quiere revelar a nuestros ojos, que una nueva palabra quiere nacer de este silencio.

Por lo tanto, creo que todos necesitaremos, en los días y meses venideros, una capacidad renovada de contemplación, todos necesitaremos una nueva visión. No será suficiente, y quizás no solo se necesitará coraje para enfrentar las inevitables dificultades y la anunciada crisis humana, social y económica que provocará esta tragedia. El coraje vive de visión y perspectiva, de lo contrario, es un simple espasmo muscular que se cansa pronto.

Visión: he aquí lo que pedimos, he aquí  lo que queremos. Saber ver a través del dolor y la muerte las cosas nuevas que Dios crea y recrea.

Con María de Mágdala, tendremos que ir más allá de las lágrimas y del lamento por lo que creemos perdido y abrirnos valientemente a relaciones renovadas en las que la escucha y el asombro por el otro y por su vida, especialmente si es débil y frágil, estén antes que mis intereses, mis prejuicios y mi ventaja.

Con las mujeres tendremos que saber reconocer a Jesús resucitado y adorarlo (Mt 28, 9), es decir, tendremos que volver a ver a Dios y, en Él, nuestro origen y nuestro destino, reconociéndonos hijos y hermanos, miembros de una humanidad más humilde y más fraterna, más solidaria. Nuestra debilidad ya no puede camuflarse detrás de estrategias políticas y económicas orgullosas y presuntuosas, sino que tendrá que ser acogida y vivida con una mayor confianza en el Padre y en los hermanos.

Necesitaremos una nueva mirada sobre la comunidad, tanto civil como eclesial, hecha de recíproca acogida, de corresponsabilidad participada, de afecto concreto y renovado. Una nueva humanidad será posible si una nueva comunidad será para ella vientre y escuela. Ninguna virtualidad, ninguna red social, aunque sea útil para compensar en tiempos extraordinarios, puede reemplazar lo concreto y lo palpable del rostro del hermano. “Nadie se salva solo” no es sólo un estribillo de estos días, sino que es la verdad del existir. Y si en ciertos momentos es justo e imperioso “quedarse en casa”, es solo para poder salir después con mayor conciencia del don que  podemos ofrecer y recibir.

Y con Pedro y Juan tendremos que saber decir, una y otra vez, a aquellos que se desanimarán y desconfiarán (y habrá muchos ...): «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20, 25). Ante el sufrimiento y la muerte que se ciernen sobre la humanidad en estos días, nos damos cuenta de que tendremos que volver al anuncio pascual de la Resurrección de Cristo y de la nuestra, que tantas veces los cristianos hemos callado. Porque solo en la certeza invencible de un Amor que ha vencido a la muerte podremos basar nuestra esperanza o, como resuena hoy en algunas partes del mundo, decir que “todo estará bien”. Sin la fe de Pascua, cada consuelo, cada compromiso por la justicia y la paz será una receta de corta duración para el corazón del hombre que anhela resucitar.

Hermanos y hermanas, desde este sepulcro vacío, y en el vacío que cada uno experimenta a su manera, yo anuncio una vez más que Cristo está viviendo y sopla Su Espíritu de vida sobre nosotros y sobre la Iglesia: que este Pascua pueda ser una nueva creación y que el caos del mundo pueda encontrar, por ella, orden y belleza. Y que Dios nos de sus ojos para ver las cosas buenas que hace por aquellos que creen y esperan en su amor. Amén!

+Pierbattista