Pascua 2020
Queridos hermanos y hermanas, hemos llegado al final de esta Semana Santa, la más importante de las semanas y ciertamente también la más extraña de todas.
No hemos tenido la solemnidad que queríamos. Sin embargo, las limitaciones debidas a la pandemia nos llevaron indirectamente a reflexionar sobre lo que es realmente esencial. En estos días hemos experimentado de una nueva manera la ausencia de relaciones normales entre nosotros, la ausencia de la Eucaristía, la ausencia del encuentro en nuestras comunidades.
Encerrados en nuestros hogares y limitados en el movimiento, hemos entendido cuán importante es aquello que ahora se nos impide: la libertad de movimiento, la escuela, el trabajo, la participación en la vida de grupo, el tiempo con los amigos, etc.
Es cierto: a menudo sucede que aprendemos a apreciar lo que tenemos cuando lo perdemos. Y así ha sido con estas posibilidades que ahora nos faltan. Pero hay otra ausencia de la que nos hemos dado cuenta en estos días, no menos importante: la posibilidad de celebrar la salvación. El hecho de no poder celebrar la salvación durante este Triduo Santo, en este contexto de miedo e incertidumbre, nos ha hecho aún más conscientes de nuestra fragilidad y de nuestras limitaciones.
En las últimas semanas, de hecho, todos nos hemos dado cuenta de cuán frágiles somos y cuán frágiles son nuestras estructuras sociales e institucionales. Atacados en aquello que más amamos, somos más conscientes del hecho de que nuestro ingenio humano, por agudo y desarrollado que sea, no nos garantiza la salvación. Las grandes preguntas sobre la vida y la muerte, sobre quiénes somos, surgieron nuevamente en nuestros corazones. Nos hemos dado cuenta de que la palabra salvación no solo está vinculada a la capacidad de la ciencia para resolver los grandes problemas del momento, algo por lo que todos estamos ansiosos y agradecidos, sino que está relacionada principalmente con el misterio que habita la naturaleza humana, y que no podemos poseer por completo. Por esta razón, la incapacidad de celebrar los misterios de la salvación durante esta semana nos parece aún más difícil. Porque para nosotros este misterio no es un enigma indescifrable, la salvación no es una quimera. Para nosotros, el misterio de la salvación para nosotros tiene un nombre: “Cristo, resucitado de los muertos”, el cual “ya no muere; la muerte ya no tiene poder sobre él” (Rm 6,9) y ahora está “sentado a la diestra de Dios” (Col 3,1).
En el Triduo Sacro celebramos precisamente este misterio y lo experimentamos. En la Pascua, Cristo resucitado irrumpe en nuestras pobres vidas y las ilumina con una nueva luz. Y precisamente ahora, en este momento en que sentimos el fuerte deseo de gritar la necesidad común de salvación, se nos impide hacerlo. Y de este modo nos damos cuenta de cuánto necesitamos poder celebrar ese amor que vence cada muerte. Por supuesto, sabemos que él es la resurrección y la vida y que quien crea en él, incluso si muere, vivirá; sabemos que quien viva y crea en él no morirá para siempre (cfr. Jn 11, 25-26). Y, sin embargo, en este momento de gran dificultad y soledad, quizás sentimos más nuestras las palabras de Marta dirigidas a Jesús: “¡Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto!” (Jn 11, 21). ¡Cuánto nos pesa esta soledad, qué difícil es dejarnos conducir por él en estos caminos desconocidos!
Pues bien, nosotros aquí, en este momento, frente a esta tumba vacía, queremos gritar: Señor, tú no nos has abandonado en los brazos de la muerte. La tumba está vacía. Ya no estás encerrado en el sepulcro, porque sabemos que Tú Señor estás vivo y que estás aquí con nosotros. Tu amor nos sostiene, ilumina nuestras existencias, conforta nuestras frágiles esperanzas.
Esto es lo que celebramos hoy: no solo el triunfo de la vida sobre la muerte, sino también del amor de Dios, que viene no solo a morir con nosotros, a morir por nosotros, sino que también viene a llevarnos con él, más allá del muerte. Dios Padre no abandona al hombre Jesús en la muerte, sino que lo salva, le da una vida que es para siempre, y también a nosotros nos llama a esta misma vida.
El evangelista Juan comienza las historias de la resurrección con una anotación temporal: “El primer día de la semana” (Jn 20, 1). Es el primer día, el nuevo comienzo, el comienzo de una nueva creación.
En este primer día de la nueva creación, María de Magdala y, llamados por ella, Pedro y Juan van al sepulcro. Personas que han visto morir a la persona amada, personas que encontraron la muerte. Pensaban que esta muerte podría acabar con los días, que ya no podría haber otro día, que ya no habría un “Primer día”.
Los tres hacen lo mismo: van (v. 1), corren (v. 4) y miran (v. 6. 8). Son los verbos de aquellos que todavía buscan, a pesar de todo. No saben bien qué buscar, porque hasta ahora solo una cosa es segura para ellos: Jesús está muerto y ya no se le puede encontrar.
Ven las sábanas con las que Jesús había sido enterrado, pero sin ese cuerpo que envolvieron. Jesús las abandonó, no se detuvo allí, no permaneció prisionero de ellas. Las sábanas son los signos del poder de la muerte y están dobladas sobre sí mismas. Así se convirtieron en la señal de que “la muerte ya no tiene poder sobre él”. Y gracias a esos signos, entienden y creen. “De hecho, aún no habían entendido la Escritura que era necesario que él resucitase de entre los muertos” (Jn 20, 9).
El verbo “era necesario”, Jesús lo había usado para expresar la necesidad de su pasión para que las Escrituras se cumplieran. Ahora el evangelista lo usa para hablar sobre la resurrección.
Esas Escrituras que cuentan el plan de Dios y su amor por el hombre, esas Escrituras que comienzan con el primer día de una semana en el que Dios crea el mundo, esas Escrituras dan fe de que la obra de Dios, Su Gloria, se lograría pasando por un camino estrecho y doloroso, como un parto, del que renacería la vida.
La historia de la pasión evidencia, entonces, que nada puede detener al Amor. Esas Escrituras nos dicen que nuestra muerte, la que nos parece en estos tiempos tan cercana y tan dolorosa, puede ser parte de este mismo misterio, puede que no sea el final de los días.
Realmente hay algo más fuerte que la muerte. Desde la fe, la muerte se convierte en el lugar donde el Señor viene, donde nos visita, donde nos lleva más allá. Paradójicamente, se convierte en el lugar donde nosotros, más que en cualquier otro lugar, podemos conocer el poder de su amor, donde podemos experimentar su fidelidad.
Pero, como los discípulos, nosotros también necesitamos signos que nos anuncien esta salvación, necesitamos tocarla, experimentarla. ¿Y cuáles son estos signos que dan testimonio de la resurrección hoy? Tenemos la Tumba vacía frente a nosotros. Esto es ciertamente un signo. Pero, ¿dónde están las sábanas dobladas? ¿Dónde están los signos que, como las sábanas hace dos mil años, nos permiten hoy ver y creer que Cristo verdaderamente ha resucitado, que él es el que vive entre nosotros? Los signos que nos dan esperanza.
La primera cosa que debemos hacer también nosotros como los dos discípulos del Evangelio es: correr a buscar al resucitado. No encontraremos signos si no los buscamos primero y no nos encontraremos con el Resucitado si no salimos de nuestros pequeños cenáculos, donde el miedo nos tiene encerrados. Necesitamos abandonar nuestras seguridades humanas, la presunción de no necesitar ser salvados ni de salir corriendo a toda prisa para encontrarlo. De otro modo, cualquier esfuerzo será en vano.
¿Dónde lo encontramos? Dondequiera que haya una persona que libremente dé algo de sí mismo por el otro, allí se anunciará la salvación. Donde alguien se incline y derrame bálsamo sobre las heridas de los demás, allí se celebrará la presencia de Cristo vivo. Allí donde nuestra comunidad, la Iglesia, sabrá llevar y decir una palabra de consuelo y esperanza, allí se logrará el milagro de la nueva creación que la resurrección de Cristo ha comenzado.
Anunciaremos que Cristo resucitado es nuestra esperanza cuando, con nuestros gestos de amor y de generosidad, demos sentido y perspectiva a nuestra propia experiencia, incluso a la más dolorosa; cuando testificamos con gestos concretos que la vida tiene sentido si se abre a los afectos, al amor y cuando nuestras acciones y nuestras obras se confían a Su caridad y no a nuestro orgullo.
Estamos demasiado replegados en nuestros miedos y tenemos demasiado miedo por lo que está sucediendo. Y no obstante, tenemos el deber de gritar con fuerza que: la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada no nos separarán del amor de Cristo. Que en todas estas cosas somos vencedores y nada puede separarnos de él, ni siquiera la muerte (cfr. Rom 8, 35-37).
Si los buscamos, entonces, encontraremos los signos de su presencia, porque en todas partes del mundo hoy todavía hay quienes han salido del cenáculo para partir su pan por amor a todos los hombre. Pidámoslo también para nosotros, para nuestras comunidades a veces tan replegadas y encerradas en sí mismas. Pidamos la gracia y la fuerza para levantar la mirada y abrir los ojos para ver los signos de la resurrección entre nosotros.
¿Creemos esto? ¿Estamos convencidos de que Cristo resucitado vive en nosotros y en nuestra comunidad? ¿Creemos que la fuerza de su perdón ha llegado incluso hasta los rincones más profundos de nuestro pecado? ¿Creemos que las infidelidades y traiciones de nosotros mismos y de nuestras comunidades han sido superadas por un amor que no tiene límites? ¿Realmente lo hemos experimentado?
La fe no borra el carácter dramático de la existencia, sino que abre nuestros ojos y corazones a una perspectiva de salvación, de vida eterna, de alegría. Es lo que celebramos el día de Pascua y es lo que queremos celebrar con la vida. ¡Que el sepulcro abierto de Cristo abra también nuestros sepulcros!
Es lo que pedimos para la Iglesia y para cada hombre.
+Pierbattista