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Homilia Jueves Santo 2018

Misa Crismal y de la Cena del Señor

Jueves Santo 2018

Queridos hermanos:

Nos hemos reunido aquí, como la Iglesia de Cristo que vive en Jerusalén, para celebrar la última noche del Señor en esta ciudad, la noche en que fue entregado. La memoria que hacemos de ello en cada celebración eucarística no quita intensidad y emoción a nuestra celebración; al contrario, aquí hoy, se nos recuerda que no podemos entrar en el misterio de la Pascua del Señor sin pasar por aquella noche. Lo celebramos no como mero recuerdo, sino en esa misteriosa y real contemporaneidad entre nuestros días y la hora de Cristo que se realiza gracias al Espíritu Santo cada vez que celebramos los misterios divinos. Si en su historicidad la vida de Cristo ya está plenamente junto el Padre, lo que Él ha vivido en Sí mismo y para nosotros, permanece y se nos da continuamente en la fe y en los sacramentos.

In nocte qua tradebatur… Para los evangelistas, y para Pablo, no es solo una anotación cronológica. Para Jesús y para los apóstoles aquella fue la noche del corazón y del espíritu, la noche de la traición y la negación, la noche en que parecieron extinguirse todo el entusiasmo y las promesas que habían resonado en los días del Maestro. Esa noche, la noche en que fue entregado, parecían apagarse cada una de las luces y parecía vencer la hora de la oscuridad. La noche que le fue ahorrada a Abraham, ahora tiene que avanzar hasta su pleno cumplimiento. Por eso, el temor y la perturbación se apoderaron del corazón del Señor y languideció la ilusión de los discípulos. El sueño triste y resignado o la espada violenta les parecieron la única forma de sobrevivir a aquella noche.

Pero no fue así para Jesús. Como hemos escuchado: “el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía»” (1Cor 11, 23-25). Para Él, la hora de la traición y el desfallecimiento se convierte en la hora del amor más grande. No la huida, no el sueño, ni la espada, sino la entrega de sí mismo hasta el final fue Su respuesta. En el momento en que las promesas y el consenso humano disminuyeron, él se aferró a la Promesa del Reino. Cuando toda esperanza de éxito fracasó, él confió en la voluntad de Dios, que había puesto en sus manos toda la omnipotencia de su amor. Ante el miedo y el desasosiego de los apóstoles, él respondió con una confianza ilimitada en su Padre. A la violencia y la espada, a los cálculos estratégicos y a la sugestión del dinero, Jesús opone el servicio fraterno y la auto donación hasta la muerte. De esta manera, aquella noche, gracias a Él, se transformó en la noche del amor que se entrega y que perdona, del consuelo que entusiasma y despierta, del cáliz que, bebido hasta el final, prepara la fiesta del Reino. ¡Y la última tarde se convirtió en el preludio de la Pascua! Por eso, aquella noche es custodiada en el corazón de la Iglesia, como anuncio de la verdadera noche de la liberación. A la que vuelve con un agradecido recuerdo todos los días y todos los años, para encontrar nuevamente la luz y el coraje, la gracia y el consuelo para el propio camino.

También yo quiero regresar, junto a Ustedes, para pedir al Señor Jesús que nos ayude a releer y vivir con Él tantas noches de nuestra vida y de nuestro ministerio en esta tierra santa y difícil y recuperar el sentido y la perspectiva para los días y los pasos que nos aguardan. No necesitamos demasiada imaginación para reconocer que a veces incluso nuestro ministerio sacerdotal y nuestros esfuerzos pastorales parecen atravesar una noche. Dificultades internas y externas, personales y de nuestra comunidad, el clima social y político siempre demasiado tenso e incierto, la violencia que a menudo asusta y bloquea la vida y los proyectos, la sensación de sentirse impotentes y extranjeros en nuestra tierra y entre el pueblo, la emigración de tantas familias cristianas y el miedo a estar solos y aislados: son tantas las razones que parecen ahogar la confianza y oscurecer la esperanza. Igual que a los discípulos en aquella noche, también para nosotros las tentaciones de la huida y de la resignación, de la ira y violencia aparecen como la única reacción posible al tiempo difícil que nos ha tocado vivir. El Señor, sin embargo, nos ofrece un camino diferente: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13, 15). Aceptando entrar hasta el fondo en nuestra noche, Cristo no se ha sustraído al miedo en todas sus formas: miedo de la incomprensión y de la soledad, del abandono y de la traición, de la fatiga y del sufrimiento físico y psicológico, incluso de la muerte. La conciencia de ser el Hijo no le impidió experimentar la debilidad de la carne, la violencia de la tentación, el sentimiento instintivo de angustia y de rechazo frente a la tragedia de la muerte. Y, sin embargo, la muerte misma, que es el lugar donde se condensan todos los temores humanos, se ha convertido, gracias a la obediencia al Padre y al amor por sus amigos, en el lugar de la liberación y la vida. Es una paradoja, lo sé, es la paradoja de la cruz. A través de ella, la impotencia y el fracaso se transforman en una fuente de esperanza. Cristo no derrotó a la muerte huyendo de ella, sino atravesándola, soportando su peso con amor y abriéndose con confianza y esperanza al misterio del Padre.

Al invitarnos, a través de la Iglesia, a renovar las promesas de nuestra ordenación sacerdotal, se nos entrega siempre como nuevo, en esta celebración, el Oleo del consuelo, el Pan de vida y el Cáliz de la salvación. Él nos asegura que, si perseveramos con él en la entrega de nosotros mismos y en el servicio a nuestros hermanos, también nosotros podremos transformar la hora presente en un mañana de resurrección y de alegría. En este lugar especial, donde el Amor ha demostrado ser más fuerte que la muerte y donde la Luz de Cristo Resucitado ha disipado la oscuridad del corazón y del espíritu, se nos dice que, si continuamos amando y ofreciéndonos, amando todavía más y ofreciéndonos hasta perdonar, participaremos ya en Su victoria pascual, la victoria del grano de trigo que parece morir, pero en realidad está dando fruto. Sin embargo, nuestra misión en esta tierra, a pesar de las dificultades que conocemos, al ser vivida desde la fe, desde la esperanza y desde el amor, mediante la entrega gratuita y generosa de nosotros mismos, es nuestro modo concreto de hacer lo que el Señor ha hecho para conseguir nuestra propia resurrección y la de nuestra Iglesia. No hay atajos para llegar a la Pascua: la traición y la espada, la evasión y recurrir a favores prolongan y no acortan la noche. La victoria del Amor no llega sino después del sacrificio del Amor. ¡El Resucitado es el Crucifijo! Marcados por el Óleo de los catecúmenos para no desfallecer en la lucha; enviados a consolar y sanar con el óleo de los enfermos; consagrados con el Crismal para prolongar en el mundo el sacerdocio de Cristo, no queremos y no podemos recorrer otro camino que no sean el gloriosa Camino de la Cruz para una nueva fecundidad de vida y de ministerio.

Siento, por eso, que puedo decir a todos, en primer lugar, a ustedes, obispos auxiliares, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas que más estrechamente comparten conmigo el ministerio apostólico al servicio de esta Iglesia, y luego, a usted, hombres y mujeres bautizados que creen en el nombre de Jesús, a ustedes, peregrinos que se unen a nosotros en estos días santos a nuestra esperanza y a nuestra oración: ¡Ánimo! ¡No permitamos que el miedo y la resignación disminuyan o detengan el trascurso del Evangelio en nuestra Tierra! ¡Continuemos con alegría distribuyendo a todos el pan de vida! ¡Insistamos en construir entre nosotros y con todos, el entramado de relaciones fraternales y lazos de comunión! ¡No hay noche que el amor no pueda iluminar! ¡no haya desfallecimiento que la Cruz no pueda transformar! ¡no hay herida que la Pascua no pueda transfigurar! Como dice el Apóstol: “Es palabra digna de crédito: Pues si morimos con él, también viviremos con él; si perseveramos, también reinaremos con él.” (2 Tm, 2, 11-12) Y aquellos que hoy nos parecen signos de un final, se convertirán, por su gracia y nuestra fe, en profecía de nuevos comienzos. ¡Feliz Pascua, en la fe que todo cree, en la esperanza de que todo ve, en el amor que se entrega totalmente!

+Pierbattista Pizzaballa
Administrador Apostólico