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Meditación de S. B. Mons. Pierbattista Pizzaballa: XVII Domingo del Tiempo Ordinario, año A

Meditación de S. B. Mons. Pierbattista Pizzaballa: XVII Domingo del Tiempo Ordinario, año A

XVII Domingo del Tiempo Ordinario, año A

Mateo 13, 44-52

 

Con el pasaje de hoy (Mt 13,44-52), concluimos la escucha del capítulo decimotercero del Evangelio de Mateo, en el que se relatan siete parábolas con las que Jesús compara el misterio del Reino de Dios.

Hoy escuchamos las tres últimas: la del tesoro, la de la perla y la de la red, para llegar finalmente a las palabras con las que Jesús describe al discípulo del Reino (Mt 13,52), una especie de conclusión del discurso parabólico para decir lo que sucede a los que han aceptado, a los que han "comprendido" (Mt 13,51) las parábolas.

El Reino de los Cielos se compara hoy con una gran fortuna que acontece inesperadamente a algunas personas: un hombre que cultiva un campo, un mercader que busca perlas preciosas.

Y éste es el primer hecho en el que hay que detenerse, y del que a menudo no estamos demasiado convencidos: el encuentro con el Señor Jesús, la fe que se nos ha dado tener en Él, no es simplemente algo hermoso que puede suceder en la vida, un don entre muchos. El encuentro con el Señor resucitado es lo más precioso que puede suceder, lo que puede cambiar radicalmente la vida de una persona. No es algo más que añadir a una vida que en si misma ya podría considerarse suficientemente buena de por sí, sino una calidad de vida distinta, un tesoro, de hecho, que vale más que todo lo demás: no hay comparación.

Sólo si se tiene esta conciencia, entonces se podrá entrar en posesión del tesoro: es interesante notar que, para adquirir el tesoro y la perla, los dos protagonistas de las parábolas hacen lo mismo, lo único que hay que hacer, que es vender todo lo que se tiene para adquirirlos. No se dice que el tesoro o la perla tengan un valor determinado, aunque fuera un valor muy alto: su valor es "todo" (Mt 13,44.46) todo lo que se tiene, todo lo que se es. El tesoro vale más que la vida, porque es precisamente este tesoro el que da valor a la vida, a todo lo que una persona experimenta.

De hecho, venderlo todo, no significa quedarse sin nada, al contrario: significa que todo lo que se tiene y todo lo que se es se aprovecha al máximo, se "invierte" para que dé fruto, para que nada se pierda.

Todo se pierde para ganarlo todo. 

Las parábolas nos hablan de otra característica del tesoro y de la perla, a saber, que están escondidos (Mt 13,44): el tesoro está escondido bajo tierra, la piedra preciosa está escondida entre otras piedras que valen menos.

Para encontrarlos, hay que saber mirar más allá de las apariencias, hay que saber ver bajo la superficie de las cosas.

El tesoro no está a la vista de todos, no está al alcance de la mano: está cerca, pero hay que saber descubrirlo.

Por eso la última parábola es la de la red: el Reino es como una red, donde se pueden encontrar todas las especies de peces. Quien ha escuchado y aprendido los secretos del Reino, dando cabida dentro de sí mismo a la semilla de la Palabra, sabe entonces discernir: sabe distinguir lo que realmente vale la pena, y no se deja engañar por las apariencias, no se queda en la superficie de la vida.

Esta parábola -como la explicación de la parábola de la cizaña (Mt 13,37-43)- tiene un matiz escatológico: el juicio sobre el bien y el mal pertenece sólo a Dios, y sólo será posible al final, cuando la historia revele el fruto de cada acción. Pero todo el capítulo parece decirnos que ese poder se da ya a quien se hace discípulo del Reino: los ojos de quien encuentra el tesoro se iluminan con una luz nueva, capaz de distinguir lo que es válido de lo que no tiene valor, lo que es eterno de lo que no permanece para siempre.

Buscar y encontrar, pues, son dos verbos que indican la actitud de los discípulos del Reino. Pero esto no basta. Para adquirir el tesoro hay que decidirse, ponerse en movimiento, arriesgarse. Y lo que nos da la fuerza para dar este paso no es un esfuerzo de voluntad, ni siquiera la seguridad de un cálculo matemático; lo que nos da que el valor de arriesgar sólo puede ser la alegría (Mt 13,44). Quien ha encontrado el tesoro, lo hace "lleno de alegría", como sucede, a lo largo del relato evangélico, a quienes han encontrado a Cristo, a quienes han experimentado su salvación.

Pero entonces, podemos preguntarnos al final de este capítulo: ¿Cómo encontrar el tesoro? ¿Cuál es el camino?

El camino es escuchar, lo que significa escarbar en lo más profundo de nosotros mismos, dejar que la Palabra penetre en lo más hondo de nuestro corazón, donde la Palabra arraiga y crece.

La Palabra misma penetra en nosotros, como una espada de doble filo que desciende a lo más profundo y nos devuelve la verdad de nosotros mismos, nuestra verdad de personas en las que conviven juntos el trigo y la cizaña; pero a las que les basta un poco, como un grano de mostaza o un poco de levadura, para que se ponga en marcha un dinamismo de vida nueva, una vida tan rica como el más precioso de los tesoros, como la más bella de las perlas.

 

+Pierbattista