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Homilía para las ordenaciones diaconales en el Convento de San Salvador

Homilía para las ordenaciones diaconales en el Convento de San Salvador

Reverendo Vicario de la Custodia, 

Queridos hermanos y hermanas, 

Bien amados ordenados, 

  

¡Que el Señor les dé paz! 

Ha llegado también para vosotros un paso importante en vuestra formación al sacerdocio. En efecto, la ordenación diaconal, aunque aquí es temporal, es decir, como etapa intermedia con vistas a vuestro sacerdocio, es una etapa importante. 

Como ya sabéis, cada etapa de vuestro camino, ya sea religioso o ministerial, tiene un sentido y una razón de ser y hay que vivirla plenamente. A veces, en efecto, uno puede estar tentado a vivirlo de manera concentrada y tensa sólo con el objetivo de la etapa final, que en vuestro caso es el sacerdocio. Viviendo las etapas intermedias sólo como momentos obligatorios, exigidos por las ordenanzas, no se viven luego como momentos de verificación y discernimiento vocacional. 

El sacerdocio engloba y acoge en sí mismo todas las etapas anteriores y, para que el sacerdocio sea plenamente acogido, deben acogerse también las etapas anteriores. Si uno comprende lo que es la lectura y lo interioriza, entonces comprenderá mejor lo que es el anuncio de la Palabra. Con el acólito se profundiza la relación con la Eucaristía, que debe ser entonces el centro del ministerio sacerdotal. Con el diaconado, uno profundiza su sentido de servicio. Ante todo, el servicio en la mesa eucarística, que luego debe convertirse en un modo de vida en la mesa de la vida, en vuestra comunidad religiosa, en la iglesia, en la vida social. 

El Evangelio que hemos escuchado ilustra muy bien el sentido del servicio que hoy estáis llamados a hacer vuestro. 

Tras el escandaloso gesto del lavatorio de los pies, Juan relata el anuncio de Jesús de la traición de Judas (13,21). Siguen los versículos que escuchamos hoy, con palabras sobre el nuevo mandamiento, luego un nuevo anuncio de deserción, esta vez sobre Pedro y su negación (13,36). 

El nuevo mandamiento está así como incrustado entre dos anuncios de traición. Y es en este punto en el que me gustaría detenerme. Jesús pide a su pueblo que se amen unos a otros de la misma manera, con la misma medida en que él los amó (“Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a los otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros” - 34). 

Y la medida es la distancia que los discípulos ponen entre ellos y el Señor: una distancia abismal, la del pecado, pero que Jesús salva con su amor gratuito. No deja que su pueblo se desvíe, porque él es el buen pastor, y el buen pastor no quiere que se pierda ninguna de sus ovejas. Por eso da su vida, por todos, incluso por los que le traicionan. Judas, de hecho, fue a traicionar a su Señor, a entregarlo. Pero lo hace después de haber recibido de Jesús el bocado destinado a su amigo preferido, después de haber comido el pan de la amistad en el que se vence toda enemistad. 

Aquí hay una gran lección para todos nosotros. El servicio en la Iglesia es un servicio gratuito y amoroso. Y en este momento vemos lo que significa la gratuidad: entregarse también a los que nos traicionan, a los que nos condenan a muerte. A esta medida estamos llamados, es decir, a no medir, a estar en este mundo nuestro viviendo perdidos, porque sabemos que "lo que para mí podía ser ganancia, lo he tenido por pérdida por causa de Cristo" (Filipenses 3,7). 

Las palabras del mandamiento nuevo sólo pueden situarse en el contexto de la cruz, y las obras que Jesús realizó en la cruz encuentran su significado. En efecto, los discípulos sólo podrán amarse unos a otros por el amor que han recibido y que se manifiesta en la cruz. 

El amor de Dios no es recíproco: nunca podríamos devolverle lo que nos dio. Al contrario, intercambiamos el amor de Dios entre nosotros, lo transmitimos y solo asi podemos  volver a amar a Dios, que podemos decirle nuestro verdadero agradecimiento. 

No es fácil apropiarse de esta libertad. De hecho, tendemos a hacer el bien a quien nos hace bien, somos generosos en nuestros contextos culturales, tribales, familiares. No es raro, si se piensa en ello, que el servicio que prestamos sirva para hacernos sentir mejor, mejor, a veces incluso superiores. Nos gusta fijar la buena acción del día en nuestro calendario. Para ser breve, detrás de muchas de nuestras acciones a menudo se esconde la sombra de nuestro propio bien, de la autoreferencia. Jesús, en cambio, nos muestra aquí una gratuidad absoluta e incondicional, libre de todo cálculo humano, de todo interés, de toda expectativa. Las traiciones, los abandonos y los miedos no detuvieron el amor de Jesús. 

Deja que esta sea vuestra referencia. No empiecen a hacer cálculos, mediciones. Vuestra fraternidad religiosa se encargará de definir los espacios y los tiempos de vuestro servicio, pero dejad vuestro corazón libre, permaneced expuestos a los dramas y dolores de los que os rodean, que deben volverse también vuestros. La tradición judía dice que un corazón completo es un corazón roto. Un corazón que ama de verdad sólo puede dejarse herir por aquellos a quienes ama. Así que dejaros lastimar. 

¿Qué significa, en vuestro caso, no medir? Ser diáconos y luego presbíteros que no hacen cálculos significa no esperar gratificación en el propio servicio ministerial, no buscar a toda costa el éxito pastoral, no medir el propio servicio por los números, por la gente reunida en la iglesia, por los jóvenes que se congregan alrededor de vosotros, por las ofrendas, por los muros restaurados, por los vestidos comprados... 

Servir gratuitamente, como nos recuerda la primera lectura, significa saber que se entra "en el reino de Dios a través de muchas tribulaciones" (Hch 14,22), que los que son recompensados con vuestro servicio no siempre volverán a daros las gracias (cf. Lc 17,18), que vuestro servicio no siempre será apreciado, que lo que consideráis bueno no siempre será bueno para los demás. Todo esto pronto se convertirá en vuestro pan de cada día. Así que recordad lo que el Señor os está recordando hoy: no calculen, no midan. 

Amad con el mismo amor con que sois amados por el Señor, sin pedir nada a cambio. Lavad los pies de los demás, como Él los lavó por vosotros. Esto sólo será posible si sabéis mantener una verdadera y sólida amistad con el Señor. Nuestro corazón, como el de todo hombre, necesita cuidados, y sólo en vuestra relación con la Palabra de Dios, en la oración regular y en la Eucaristía, podréis concretar vuestra amistad con el Señor, que llenará vuestro corazón de amor. De ahí sacareis la energía necesaria para vuestro ministerio. 

Finalmente, no puedo dejar de mirar la segunda lectura, tomada del Apocalipsis, que habla precisamente de nosotros, de Jerusalén vista como imagen de la Iglesia. 

Habla de la Jerusalén celestial, que sin embargo no permanece arriba, sino que desciende del cielo. Jerusalén también tiene cielo pero no mar (Ap 21,1). Esto parece una trivialidad, pero en lenguaje apocalíptico tiene un significado definido. El cielo es el lugar de la presencia de Dios y el mar es el lugar de la presencia del mal, de Satanás. 

Así Jerusalén, está privada de la presencia del mal y, al mismo tiempo, está iluminada por la presencia de Dios, es decir, tiene el cielo. 

Esta ciudad, habitada además por la presencia de Dios, desciende a la tierra. Es el lugar donde se encuentran el cielo y la tierra, y por tanto se convierte en el lugar del cielo nuevo y de la tierra nueva, porque es el lugar del encuentro entre Dios y la humanidad. Por eso se utilizan las imágenes de la novia preparada para el novio (Is 62,5) y de la tienda, recordando la tienda de reunión del Antiguo Testamento (Ex 33,7; 39,32). 

Siendo el lugar de unión con Dios, Jerusalén se convierte en el lugar donde “no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado” (Ap 21,4). Es una imagen muy bella que remite a la Iglesia, pero que expresa también muy bien la vocación de nuestra Iglesia particular de Jerusalén, llamada a ser tienda de encuentro entre el cielo y la tierra, entre Dios y la humanidad, y por tanto también encuentro entre todos nosotros. 

Esta parece ser una imagen muy alejada de nuestra realidad. Estos días, además, hemos sentido más la presencia del mar que la del cielo. La ciudad parece estar habitada por el mal más que por la presencia pacificadora de Dios. En definitiva, estamos lejos de esta gratuidad y de esta libertad de la que hemos hablado, y parecemos a merced de lógicas de posesión y exclusión, más que de encuentro y reconciliación. 

Pero no debemos rendirnos, ni ceder a la desconfianza. Pidamos el don del Espíritu, para que nos haga ver, también aquí en nuestra Jerusalén, cielos nuevos y tierra nueva, es decir, ver el bien que todavía se está realizando y que es fruto de la presencia de Dios entre nosotros, y para que haga de nosotros, de nuestras comunidades religiosas y eclesiales, esposas gozosas, tiendas donde podamos encontrarnos verdaderamente con el Señor y encontrarnos unos con otros. 

Que nuestro y vuestro servicio en la Iglesia sea, pues, fuente de luz y de consuelo, bálsamo de vida para vuestras respectivas comunidades de origen y, durante el tiempo que estéis con nosotros, también para nuestra querida Iglesia de Jerusalén.