Homilía - Vigilia Pentecostés
Mayo 22 del 2021 - Jerusalén
Queridos hermanos y hermanas,
Henos aquí de nuevo en vísperas de Pentecostés para orar por el don del Espíritu Santo en toda la Iglesia y en nuestra Tierra Santa.
Pero una vez más (como en el pasado) también estamos aquí para orar por la paz, la justicia y el fin de la violencia. No es la primera vez que precisamente en esta ocasión de la Vigilia de Pentecostés, nos encontramos rezando e intercediendo por el fin de la guerra en nuestra tierra.
Nos unimos, en primer lugar, en la oración por las familias de los que han muerto en los últimos días, por los que han perdido sus hogares, los abandonados y los que no tienen referencia clara para su vida. Oremos por nuestra pequeña comunidad cristiana en Gaza, aturdida por esta enésima ola de guerra, pero también por todos sus habitantes, humillados durante muchos años, privados de libertad, dignidad y derechos básicos. El actual cese de hostilidades quizás ha traído algo de serenidad a nuestras familias, pero ciertamente no ha resuelto los problemas que originaron esta violencia.
Por invitación del Santo Padre Francisco, hoy toda la Iglesia Católica se une en esta oración coral con nosotros, la Iglesia madre de Jerusalén. Agradecemos al Santo Padre por esta atención continua a nuestra Iglesia, a nuestra Tierra y a los pueblos que la habitan. Desde los primeros momentos de su pontificado, el Papa no ha dejado nunca de desear la paz para Tierra Santa, con constantes oraciones, iniciativas y recordatorios. Su deseo de paz también es el nuestro. Junto con él y con toda la Iglesia universal hoy oramos aquí, en primer lugar, por nuestra conversión, para que creamos verdaderamente que es el Espíritu quien trae la paz. Sé bien, de hecho, lo difícil que es, en nuestro contexto, creerlo realmente. Y rezamos para que juntos podamos convertirnos en constructores de paz y justicia en nuestra tierra. La primera palabra que Jesús pronunció en el Cenáculo después de la resurrección fue "La paz sea con ustedes", luego derramó el Espíritu Santo (Jn 20, 19). Por eso también nosotros estamos aquí, por tanto, en una especie de Cenáculo nuevo, para pedir la paz al Resucitado, el primero entre los frutos del Espíritu.
En la liturgia de mañana leeremos el conocido pasaje de los Hechos de los Apóstoles, en el que los habitantes "de todas las naciones bajo el cielo" (Hechos 2, 5) reciben juntos, cada uno con su propia lengua, cultura y tradición, el anuncio de las “grandes maravillas de Dios” (Hechos 2, 11): naciones diferentes, pero unidas en entendimiento mutuo, partes de un solo cuerpo. Es la primera imagen de la Iglesia que nos regala la Escritura y en ella ya vemos lo que será, la naturaleza de toda la Iglesia, en cada época y en todo lugar: diferente en idiomas, tradiciones, culturas y carismas, pero unidos por el Espíritu en torno a Cristo Resucitado, para testimoniar la esperanza, la unidad y la paz en el mundo. Ese pasaje habla primero de nosotros, la Iglesia de Jerusalén, la Iglesia Madre, la Primera Iglesia. Somos los primeros, aquí en Jerusalén, cada uno con su propia cultura, lengua y carisma que todavía hoy estamos llamados por el Espíritu del Resucitado a testimoniar juntos el don de la unidad y la paz, especialmente en este nuestro contexto desgarrado por odio y divisiones religiosas y políticas. Quizás ésta sea precisamente la primera misión y vocación propia de la Iglesia Madre: ser aquí testigo de unidad y paz.
Pero ese pasaje también habla de la identidad de la Ciudad Santa, de Jerusalén, definida desde el principio como "casa de oración para todos los pueblos" (Isaías 56,7). Ella el corazón de la revelación divina, la que conserva el deseo de comunión entre Dios y el hombre. Incluso hoy reúne en sí diferentes religiones, culturas, idiomas y tradiciones, todos unidos por la búsqueda del encuentro con Dios. Todo creyente es un ciudadano espiritualmente de Jerusalén, y ahí está su corazón. Reúne en sí misma todas las almas del mundo y por eso mismo está abierta al mundo entero. El toque de las campanas, el llamado de los almuecines, los sonidos de los shofar, son la voz de esta ciudad. Los momentos de oración de judíos, cristianos y musulmanes marcan su tiempo. Sus Santos Lugares son el tesoro que cada uno de los diferentes creyentes guarda celosamente y todos sus habitantes forman parte de un mosaico de vida colorido y único, donde todos se encuentran y entrelazan, y donde cada uno, incluso a pesar de sí mismo, es parte de un gran proyecto, de un tejido bordado por Dios mismo. Tejido delicado y frágil que debe conservarse con cuidado y atención.
Por eso, es tarea de los responsables religiosos y políticos, custodiar este patrimonio único con extrema cautela. Cada apropiación, cada división, cada gesto de exclusión y rechazo del otro, cada forma de violencia es una herida profunda para la vida de la ciudad y causa dolor a todos, porque todos somos parte de un solo cuerpo. No es casual, por tanto, que esta última ola de violencia en Tierra Santa se haya originado aquí mismo, desde Jerusalén, a unos metros de aquí.
Ninguna imposición podrá ser eficaz en Jerusalén. Lo hemos reiterado a menudo y lo seguimos haciendo hoy: el equilibrio entre las dos partes de la ciudad ya se ha roto muchas veces, provocando dolor y frustración. Este no es el camino a seguir si realmente queremos la paz. Jerusalén es de todos, cristianos, judíos y musulmanes, israelíes y palestinos. Todos con iguales derechos y dignidad, todos igualmente ciudadanos. Cualquier exclusión o imposición lesiona la identidad de la ciudad y no puede ser silenciada ni ignorada.
El profeta Isaías, en la primera lectura proclamada, nos presenta una imagen maravillosa de la acción realizada por el Espíritu del Señor sobre el vástago de Yavhé, el enviado de Dios. “Le agradará el temor del Señor. ... no juzgará según las apariencias y no tomará decisiones de oídas ... juzgará a los pobres con justicia y tomará decisiones justas para los humildes de la tierra ... la justicia será el cinturón de sus lomos ... el becerro y el cachorro de león pacerán juntos ... No volverán a obrar inicuamente ni saquearán todo mi santo monte, porque el conocimiento del Señor llenará la tierra como las aguas cubren el mar” (Isaías 11 , 2-9). No sabemos a quién se refería exactamente Isaías en este pasaje, quién era ese "vástago de Yavhé". La Iglesia vio en ella la figura del Mesías, como sugiere el evangelista Lucas (cf. Lc 4, 17 ss). Pero esta es también la vocación de todo aquel que ha recibido el Espíritu del Señor. Es la descripción de la misión de cada creyente y de toda la Iglesia. Este pasaje constituye un elemento de la identidad del creyente: trabajar continuamente por la justicia, por el respeto de los pobres y humildes, ser fuertes en las decisiones, no vivir para aparecer, sino servir al Señor.
En los últimos días, también hemos visto fuertes tensiones dentro de nuestras ciudades, donde conviven judíos israelíes y palestinos. Es un signo preocupante, que va en sentido contrario al pasaje de Isaías y que indica un profundo malestar al que todos debemos prestar más atención. Al parecer, todavía queda un largo camino por recorrer para que lobos, corderos, leones y terneros vivan juntos. Necesitamos que el Espíritu descienda sobre todos, para que todos se reconozcan como parte de un solo cuerpo, para que desaparezcan todas las formas de discriminación y “para que se tomen decisiones justas por los humildes de la tierra”. Que el Espíritu nos abra los ojos para que el carácter multi religioso, multi cultural y multi identidad de nuestra sociedad sean verdaderamente reconocidas en las legislaciones, en nuestras actitudes y en las elecciones personales y colectivas. Debemos condenar la violencia, que está presente en el lenguaje y quizás con demasiada frecuencia ignorada. El lenguaje agresivo conduce inevitablemente a la violencia física. Tendremos que trabajar con muchas personas, de todas las religiones, que todavía creen en un futuro juntos y están comprometidos con él. Ha sido agradable ver en los últimos días cómo, además de las tensiones y la violencia sectaria, también ha habido manifestaciones de amistad y hermandad entre israelíes judíos y palestinos. Son un signo reconfortante de la presencia del Espíritu del Señor entre nosotros, a pesar de todo.
Repito aquí lo que ya he dicho en otros lugares: aunque pueda ser impopular hablar de ello en estos días, no debemos cultivar ni permitir que se desarrollen sentimientos de odio. Debemos asegurarnos de que nadie, ya sea judío o palestino, se sienta rechazado. Tendremos que ser más claros al denunciar lo que divide. No podemos conformarnos con los encuentros de paz interreligiosos, pensando que son suficientes para solucionar el problema de la convivencia. Realmente tendremos que comprometernos para que, en nuestras escuelas, en nuestras instituciones, en los medios de comunicación, en la política, en los lugares de culto, resuene el nombre de Dios, del hermano y del compañero de vida.
“Si piden algo en mi nombre, se los concederé” (Jn 14, 14), dice Jesús a sus discípulos en el Evangelio de Juan, y un poco más adelante añade: “Viene el príncipe del mundo; no puede hacer nada contra mí” (Jn 14, 30). No estamos solos. En el Espíritu, el Resucitado está entre nosotros, nos conforta y sostiene. La muerte, el pecado, nuestras divisiones no son suficientes para detener a Dios obrando entre nosotros. “No puede hacer nada contra mí”. El mal no puede prevalecer, aunque parezca que así es cuando destruye nuestras relaciones: los discípulos, llenos del Espíritu Santo, son enviados a continuar exactamente lo que vieron hacer a Jesús, es decir, llevar la vida donde hay muerte, perdón donde hay pecado.
Estamos invitados hoy como discípulos del Evangelio a abandonar nuestros miedos, nuestros cenáculos cerrados y poder anunciar y dar testimonio de la vida de Dios en nosotros y en todos, la paz y la unidad de la humanidad en Dios. Al ver las llagas del Resucitado, los discípulos se llenaron de alegría (Jn 20, 20). Que el Espíritu nos haga capaces de una lectura redimida de nuestra realidad presente y haga que nuestras heridas, como las de Jesús, no sean fuente de frustración y desánimo, sino un estímulo para ir más allá para crear momentos de alegría, de encuentro y de consuelo.
Así que no nos demos por vencidos. No entristezcamos al Espíritu Santo de Dios, con el cual hemos sido ungidos. Que desaparezca de nosotros toda amargura, ira, rencor y cualquier otra actitud negativa (cf. Efesios 4,30-31). Sólo el amor, que es sinónimo del Espíritu, puede cambiar el corazón del hombre. Pidámoslo por nosotros, por nuestra Iglesia y por la Iglesia en el mundo, y pidámoslo también por nuestra Tierra Santa, pidámoslo por nuestros gobernantes, por nuestros pastores, por los que tienen la responsabilidad de los pueblos y las instituciones, para que se dejan guiar por el amor de Dios más que por los cálculos humanos que, como vemos en estos días, no pueden producir vida. Que el don del Espíritu nos haga comprender e iluminar nuestra vocación personal y eclesial, en nuestro contexto social tan herido y cansado; nos haga capaces sobre todo de acoger nuestra realidad sin mentiras e ilusiones, ponga palabras de consuelo en nuestros labios, nos dé el valor de defender la justicia sin comprometer la verdad. Nos haga capaces de perdonar.
Por último, miremos a María, nuestra Madre y Madre de la Iglesia que, como toda mamá, abraza y reúne a todos sus hijos. Que Nuestra Señora de Palestina, patrona de nuestra diócesis y Reina de la Paz, interceda por nosotros ante el Altísimo para que nuestra comunidad eclesial siga teniendo los brazos abiertos y un corazón acogedor. "Cuide Su patria terrena, la envuelva con protección especial y disipe las tinieblas del error, allí donde ha brillado el eterno Sol de la Justicia".
+ Pierbattista