Homilía Nochebuena 2018
“Jesús viene a habitar nuestra ciudad”
Señor presidente,
Estimadas autoridades,
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas, queridos fieles de nuestra Diócesis de Jerusalén, queridos peregrinos llegados de todo el mundo y todos vosotros que, en esta noche santa, os unís a nosotros a través de tantos medios de comunicación: Cada uno de nosotros, todos unidos, estamos convocados aquí, nos sentimos convocados aquí, en Belén, en la ciudad en la que nació nuestro Salvador, que es Cristo el Señor.
“Nació Jesús en Belén” (Mt 2,1): No es solamente una indicación histórico-geográfica, sino una opción divina. Nacer aquí, en un lugar determinado, en una ciudad de esta tierra es lo que Dios ha querido desde siempre, porque Él ama las ciudades de los hombres. Si la Biblia comienza en un jardín, acaba en una ciudad, la santa Jerusalén. Y la misma vida de Cristo, que aquí comienza, desde su nacimiento hasta la muerte, será un continuo andar por ciudades y aldeas: El desierto fue, para él, un paréntesis. Necesario, pero no definitivo.
Belén, Nazaret, Caná, Cafarnaum, Jerusalén… Son nombres que nos llegan al corazón, porque son nombres de ciudades amadas por Jesús. Y tras Él, los Apóstoles continuaron recorriendo muchas otras: Corinto, Éfeso, Tesalónica, Antioquía, Roma… Un camino que continúa en nuestras ciudades actuales, custodiado y animado por su presencia: “Yo estaré con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Nuestro Dios es un Dios de ciudad, que habita las ciudades, porque es un Dios con los hombres, Emmanuel. Su Palabra no se agota en una propuesta religiosa privada o solo personal. Busca y quiere un camino, una casa, una ciudad para habitar y para transformar. Quien quiera encerrar el Evangelio o la presencia de los cristianos en límites privados o íntimos, no ha entendido el deseo de Dios. La Encarnación del Hijo de Dios es fermento, es levadura destinada a hacer crecer y amalgamar toda la pasta, la entera realidad del hombre, cosmos e historia, vida y ciudad.
La Navidad de Cristo en Belén es, por tanto, un paso de Dios hacia nuestra tierra y nuestras ciudades, y la invitación dirigida ya a los pastores y a los Reyes Magos de ir a Belén se nos repite a nosotros hoy, y desde aquí a los últimos confines de la tierra. El nacimiento del Señor en nuestras ciudades quiere encender en nosotros una especie de “pasión política”, suscitar la responsabilidad de un cuidado por la ciudad y la tierra que habitamos. No para poseerla u ocuparla, sino para transformarla de un simple aglomerado urbano al servicio de privados y personales intereses en espacio y lugar de experiencia de comunión y de paz, de relaciones y de intercambio.
Permitidme esta noche dirigir desde aquí una mirada compartida y atenta a nuestras ciudades y a nuestra manera de habitarlas. A la luz del Verbo de Dios, que viene a habitar entre nosotros, querría detenerme con vosotros a contemplar este “divino habitar” para acoger, convertir y elevar “el humano habitar”.
El habitar de Cristo entre nosotros ha sido ante todo un acto de amor. Él se hizo semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (cfr Heb 4,15). Él “pasó haciendo el bien y sanando” (Hech 10,38): Entró en nuestras casas, comió en nuestra mesa, bebió nuestro vino, caminó por nuestras calles, jugó con nuestros hijo, disfrutó de nuestras fiestas y lloró por nuestros muertos. No eligió la separación ni la distancia, no quiso el aislamiento y la lejanía. El suyo fue un estilo de compartir y de comunión, de participación y de presencia. Sus discípulos, nosotros los cristianos, no podemos no seguir sus pasos. Si es cierto que no tenemos aquí una ciudad estable sino que caminamos hacia una futura (cfr Heb 13,14), también es verdad que se nos ha pedido que “permanezcamos en la ciudad” (cfr Lc 24,49) para abrir en ella los caminos del Reino.
En esta noche, celebrando el nacimiento de Cristo en Belén, proclamamos, junto a los ángeles, nuestro amor por esta tierra, por sus ciudades. Queremos responder a la vocación recibida de ser artífices de paz, profetas de esperanza, testimonios convencidos y convincentes de intercambio y de diálogo.
Queremos, con Jesús, habitar esta tierra, no abandonarla, para compartir sus dolores y angustias, sus alegrías y esperanzas, y caminar juntos por la vía de la salvación. Nos mostramos dispuestos a todo esfuerzo, a todo compromiso, a toda iniciativa que haga de nuestras ciudades lugares abiertos y hospitalarios, donde todos puedan encontrar una casa, un trabajo, una vida digna y buena. Pedimos al Niño de Belén y a Sus Padres que vinieron aquí en busca de alojamiento, que nos ayuden a quedarnos en la ciudad; pedimos ayuda para continuar siendo, como Ellos, presencia de paz en esta tierra. Porque nuestras ciudades sin cristianos serán más pobres y nuestros cristianos sin sus ciudades corren el riesgo de perder su camino.
Reconocemos que en esta misma ciudad la Sagrada Familia experimentó el rechazo, las puertas cerradas, la ciega violencia de Herodes. Siempre es posible que los suyos no lo reconozcan y no lo acojan (cfr Jn 1,11). Viniendo a habitar entre nosotros, el Señor desvela también la contradicción (cfr Lc 2,34) de nuestro habitar a menudo conflictivo y prepotente. La ciudad amada es también la ciudad que le hace llorar (cfr Lc 19,41) y las calles del triunfo se transforman en via crucis, via dolorosa. Las ciudades de los hombres pueden transformarse en campos de batalla, en lugares de confrontación y de opresión, de injusticia y de violencia. Su voz y, sobre todo, Su Vida, hoy como ayer, piden y ofrecen una posibilidad de transformación que no pasa por el camino de la protesta estéril o de la oposición violenta, sino que nos propone y da testimonio del camino del servicio humilde y concreto. Nos gustaría que en nuestras calles y en nuestras casas, a través de nuestra palabra y testimonio, el Evangelio continuase transformando nuestra convivencia, nuestras relaciones, nuestras opciones, nuestro vivir. Pedimos que Su Palabra y nuestra oración sean escuchadas de corazón por quien tiene autoridad política y social. No queremos llorar más por el rechazo, por la extrema pobreza, por tantos sufrimientos que afligen a nuestro pueblo. Querríamos que, gracias a la buena voluntad de todos, Dios pueda continuar habitando nuestras ciudades.
Y así esperamos que nuestras ciudades sean realmente santas, no solo y no tanto por la memoria valiosa conservada en las piedras, sino por la vida que en ellas se vive. El Señor, al nacer entre nosotros, puso sobre la tierra el inicio del Reino y prometió su pleno cumplimiento en la Jerusalén celestial. Esta celebración navideña no es una simple conmemoración, sino el anuncio eficaz de que lo que aquí ha comenzado en la Natividad de Cristo encontrará plenitud de realización cuando Él vuelva.
En la expectativa de Su venida construimos nuestras ciudades. Sería hermoso que no fueran expresión de poder o de reivindicación como Babel, sino casa de oración y de encuentro para todos los pueblos, de ahora en adelante (cfr Is 56,7). Queremos, por tanto, velar junto a los pastores, para que llegue la promesa de la Salvación y mueva nuestros pasos por los senderos del bien. Queremos, como los Reyes Magos, mirar a la Estrella de Belén y acoger la gracia y el humilde amor de nuestro Dios para volver a nuestras ciudades “por otro camino” (Mt 2,12), por un camino nuevo que haga nuevo nuestro habitar. Pedimos, esta noche, a Cristo Señor nacido en Belén, que nos dé la gracia y la fuerza de transformar nuestras ciudades en Su Reino, de recorrer con Él el camino antiguo y siempre nuevo de la fe, del amor y de la esperanza hasta que, desde el cielo, descienda la nueva ciudad, donde Dios habitará con nosotros y nosotros con Él, para siempre. ¡Amén!
+Pierbattista