MEDITACIÓN DE S.B. CARDENAL PIERBATTISTA PIZZABALLA
Bautismo de Jesús
7 de enero de 2024
Todos estamos todavía iluminados por la luz de la fiesta que celebramos ayer, la fiesta de la Epifanía: hemos visto que Dios se manifiesta, se revela a los que están lejos, quiere llegar a cada persona con su luz, que es la luz de la misericordia y de la paz.
También hoy, en esta fiesta del Bautismo de Jesús, nos llega la misma luz; incluso hoy Dios se nos revela, y lo hace de una manera que aún hoy puede sorprendernos.
El pasaje evangélico de esta fiesta (Mc 1,7-11) está claramente dividido en dos partes.
La primera parte (versículos 7-8) habla de Juan el Bautista, de su predicación y de la espera que lo animaba: Juan sabía que la llegada del Mesías, un Mesías fuerte, era inminente (Mc 1,7). El Bautista esperaba a un Mesías poderoso que, con su fuerza, con la superioridad de su poder, restauraría la justicia, castigaría a los pecadores y eliminaría el mal.
Esta es la expectativa de Juan, y es, al final, la expectativa de cada uno de nosotros.
¿Qué esperamos de Dios, sino que arregle las cosas, que elimine las injusticias y que lo haga con fuerza? ¿No esperamos un Dios que todo lo puede y que, por lo tanto, ponga fin a lo que nos hace sufrir? ¿No seguimos esperando esto?
La segunda parte del Evangelio de hoy (versículos 9-11) habla de un Dios muy diferente de lo que esperamos y lo hace de todas las maneras posibles, escondiendo entre las pocas palabras una serie de pistas que hablan de un Dios pobre.
La primera pista es de dónde viene este Mesías: Marcos dice que Jesús no viene de un lugar importante, de una ciudad famosa. No viene de Jerusalén, el centro político y religioso del pueblo, ni siquiera de Belén, la ciudad de David.
Jesús viene de Nazaret de Galilea, que significa de un lugar sin importancia, de un lugar del que parecía que nada bueno podía salir (cf. Jn 1,46).
Desde Nazaret, Jesús desciende al Jordán, uno de los puntos más bajos de la tierra.
Inmediatamente después, Marcos anuncia que este Mesías viene, pero no hace nada llamativo, nada importante; no hace nada diferente a lo que hacen los demás. Como todos los demás que están allí, también Él se bautiza.
Y hay una última pista, escondida en la imagen de los cielos desgarrándose. Los otros sinópticos, en este mismo punto de su Evangelio, dicen que los cielos se abrieron y que se escuchó una voz en el cielo.
Marcos, por otro lado, usa un verbo mucho más fuerte, a saber, que los cielos se desgarraron.
¿Cuál es la diferencia?
La diferencia es que lo que se abre también se puede volver a cerrar. Pero lo que está desgarrado ya no se puede cerrar, porque el desgarro ha generado una fractura permanente, una nueva condición de la que no hay vuelta atrás.
Si los cielos se desgarran, toda la vida, la belleza, el amor que hay allá arriba ya no tienen ningún impedimento, ninguna frontera, y se derraman sobre la tierra.
Marcos también usará este verbo al final de su Evangelio, cuando, inmediatamente después de la muerte de Jesús, dice que el velo del templo se rasgó (Mc 15,38).
Jesús muere gritando, y el Padre, de alguna manera, se desgarra, se rompe, porque el grito del Hijo, el grito de la injusticia, no lo deja indiferente, como ningún grito lo deja jamás indiferente.
Lo mismo sucede en el bautismo: ante este modo humilde y discreto en el que Jesús elige revelarse, el Padre abre definitivamente su mundo, su vida, su Palabra, su Espíritu, y lo hace para testimoniar solemnemente, ante todos, que ese hombre solidario con todos los hombres es su Hijo, el amado.
Que este modo de vida no sea diferente del modo de vida de Dios no es otra cosa: en Él el Padre se reconoce a sí mismo, como todo padre se reconoce en su propio hijo.
Entonces el estilo de este Mesías y de su misión es más claro: el estilo es el de un Dios que no rehúye los límites y la vulnerabilidad para tejer vínculos con los hombres, sus hermanos.
Viene a salvarnos, por supuesto, pero su camino es el de la amistad, el de la solidaridad: no un gesto de dignidad con el que, desde lo alto, sin ensuciarse las manos, Dios elimina el mal. Sino un amor que nos da la mano en el abismo de nuestra vida, tal como es, que comparte nuestro grito; un amor que se desgarra para hacernos espacio, para hacernos hijos amados.
+Pierbattista