5 de enero de 2025
II Domingo después de Navidad, año C
Jn 1, 1-18
El Prólogo del Evangelio de Juan (Jn 1,1-18), que leemos este domingo, sirve de fundamento, de base, sobre la que el evangelista Juan construirá después el resto de su Evangelio.
Pero el Prólogo no es sólo la base, el principio del Evangelio: es también la base y el principio de nuestra vida de fe, de nuestra relación con el Señor: nos da las coordenadas sobre las que luego nos movemos, un punto de referencia al que siempre podemos volver para verificar la armonía de nuestra vida con la del Señor.
El Prólogo se articula en dos niveles.
El primero es el de la revelación.
En el Prólogo abundan los términos que hablan de un Dios que se revela: Palabra, luz, testimonio, verdad, hasta el último versículo, donde Juan dice claramente que «a Dios nadie lo ha visto jamás, sino que lo ha revelado el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, Él lo ha revelado» (Jn 1,18).
Así que el fundamento es éste: Dios se revela, se da a conocer, y lo hace tomando Él mismo la iniciativa, eligiéndose a sí mismo para venir al encuentro del hombre.
El segundo nivel que encontramos en el Prólogo es el de la salvación: encontramos muchos términos como vida, gracia, plenitud, poder, hijos, generar.
Términos todos que hablan precisamente de salvación, y de una salvación que se expresa en una vida verdadera, en una plenitud de vida (Jn 1,16), y en el hecho de que todo nos es dado («De su plenitud todos hemos recibido: gracia sobre gracia» - Jn 1,16).
Estos dos niveles se entrecruzan continuamente: hay una verdad que se revela y una gracia que se da, y las dos coinciden, suceden juntas.
La salvación no puede darse si Dios no se revela,
Estos dos niveles se encuentran en el acontecimiento histórico de la encarnación del Hijo de Dios, en el momento en que el Verbo eterno de Dios asume la carne humana, nuestra debilidad, nuestra finitud.
La salvación es exactamente este acontecimiento, esta realidad: Dios no guardó para sí su vida, su gracia, sino que la mezcló con nuestra humanidad, y lo hizo a través de un nuevo acontecimiento de creación, tan grandioso e importante como lo fue la creación del mundo, al principio de los tiempos.
Revelación y salvación, pues, están entrelazadas y exigen que alguien se abra a este don.
De hecho, hay un tercer nivel, un tercer grupo de palabras que recorren este texto tan especial, y es el que está vinculado a la aceptación de este acontecimiento, de esta salvación revelada: reconocer, creer, ver, acoger...
La salvación es posible porque Dios se revela. Pero la salvación se realiza cuando alguien la acepta y se abre al don: éstos, dice Juan, renacen a una vida nueva, que es la de los hijos de Dios («A todos los que le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre» - Jn 1,12).
El Prólogo nos informa que todo esto no es un hecho, al contrario. La luz llega, pero no todos se dejan iluminar y sucede que algunos prefieren permanecer en su propia oscuridad, que eligen no venir a la luz.
En el versículo 9, además, Juan precisa que la luz que viene es la luz verdadera, la luz que ilumina a todo hombre: «Luz verdadera que viniendo al mundo, ilumina a todo hombre».
Nos dice que la luz es verdadera precisamente porque tiene la capacidad de iluminar a todo hombre, sin excluir a nadie. No es una
luz que sólo sea buena para unos y no para otros. Su luz es buena para todos, y por eso mismo puede decirse que es verdadera.
Pero también nos dice que, si hay una luz verdadera, quizá también haya luces que no lo son tanto, luces parciales, luces que deslumbran, luces falsas, que no nos permiten tener una mirada clara de la vida.
La salvación es saber reconocer la luz verdadera, la que hace crecer la vida en nosotros.
Todo el resto del Evangelio nos mostrará cómo esta luz se posará sobre la vida de personas muy diferentes, las iluminará, y dará a todos el poder de renacer de nuevo, desde lo alto, para convertirse en hijos de Dios.
+Pierbattista