12 de enero de 2025
Bautismo del Señor
Lc 3, 15-16.21-22
La fiesta de la Epifanía, que acabamos de celebrar, nos dice algo fundamental para nuestra fe.
Nos dice que Dios se revela, que no permanece oculto: su misterio de amor, que había permanecido oculto durante siglos, se revela ahora, y lo hace plenamente. Jesús, el Verbo que tomó nuestra carne, nos revela este misterio, nos revela el Rostro del Padre.
Toda la historia de la salvación está llena de pequeñas y grandes teofanías. Ahora todo se condensa en la historia de Jesús: mirándolo a Él vemos, en la medida de lo posible, el Rostro del Padre, es decir, su esencia misma, su modo de ser.
Vimos en la Epifanía que el modo que tiene Dios de revelarse es paradójico. Normalmente, quien quiere revelarse se muestra. Dios, en cambio, para revelarse, se esconde. Se esconde no para ser buscado, sino porque la caridad es así, es algo que sucede en secreto, que se entrega sin estridencias.
La fiesta del Bautismo, que celebramos hoy, nos confirma en esta dirección.
Jesús baja al Jordán, donde Juan está bautizando y, en medio de todos los demás, recibe el bautismo («Y he aquí que, mientras todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado, y mientras oraba, se abrieron los cielos» - Lucas 3,21). Del relato de Lucas parece desprenderse que nadie se da cuenta, nadie reacciona, ni siquiera Juan el Bautista. Al fin y al cabo, sucede lo que escuchamos en el Prólogo de Juan: vino entre los suyos, pero los suyos no lo reconocieron (Jn 1,11).
Sólo uno ve lo que sucede, a saber, el Padre: sólo Él se da cuenta de que el Hijo, al someterse a este gesto penitencial, ha abrazado plenamente a nuestra humanidad herida.
Se da cuenta y se alegra («Y el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma corporal, como una paloma, y se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado: en ti he puesto mis complacencias”». - Lc 3,22). Se alegró porque el hombre que se había perdido al principio de los tiempos y que el Padre había buscado sin cesar, ahora, por fin, había sido encontrado. El Padre lo encuentra aquí mismo, sumergido en el Jordán.
Hay muchos significados ligados al lugar y al momento. Aquí, por ejemplo, Jesús es presentado también como el nuevo Moisés, que reemprende desde el Jordán el camino de la liberación. Pero hoy nos detenemos en otro aspecto, de nuevo vinculado al lugar.
El río Jordán es el más pobre de los ríos.
Fluye por debajo del nivel del mar y desemboca en el Mar Muerto, en un lugar donde, como todo el mundo sabe, no puede haber vida. En el mismo capítulo siguiente a este tercero que estamos leyendo, Jesús menciona a Naamán, el sirio (Lc 4,27). Naamán es un funcionario arameo, enfermo de lepra: llega a Israel para curarse, y el profeta Eliseo le manda bañarse siete veces en el río Jordán (2 Re 5,1-19). Ante esta propuesta, Naamán se escandaliza, porque incluso los ríos más desconocidos de Damasco son mejores que todas las aguas de Israel, el Jordán y sus miseros afluentes.
En este río, sin embargo, Jesús no se avergüenza de sumergirse: se sumerge en el abismo de nuestra frágil y pobre humanidad, y lleva allí toda la belleza de su vida filial, hasta el punto de que ambos se hacen inseparables e imprescindibles. Nuestra humanidad se convierte en el lugar de la vida de Dios.
No debemos perdernos esto: al sumergirse en nuestra humanidad, Jesús la transforma, la lleva a su plenitud, la orienta hacia su fin último.
Y hay un salmo, el Salmo 114, que dice bien de este cambio de rumbo, de esta transformación: es un salmo que recuerda el éxodo, la liberación de Egipto, que se describe con imágenes simbólicas y poéticas.
Una de estas imágenes se refiere precisamente al río Jordán, que, al paso del Señor, se vuelve atrás, cambia de curso («¿Qué tienes tú, mar, para huir, y tú, Jordán, para volverte atrás?» - Sl 114,5). Es así: cuando el Señor se sumerge en el Jordán, el Jordán cambia de curso; ya no corre hacia la muerte, sino que vuelve hacia su fuente, hacia Aquel que le da la vida.
Lo mismo ocurre con nosotros: cuando el Señor se sumerge en nuestra vida, ya no estamos en camino hacia la muerte, nuestra historia ya no es una historia destinada a la nada. Al contrario, caminamos hacia nuestro Principio y poco a poco nos vamos haciendo más y más vivos, de la vida misma de Dios.
Cada día se nos pide simplemente que acompañemos este movimiento, que participemos en este camino, que volvamos a la fuente, a lo que verdaderamente nos hace vivir.
+Pierbattista