21 de septiembre de 2025
XXV Domingo del Tiempo Ordinario, año C
Lc 16, 1-13
Hoy escuchamos una de las parábolas más desconcertantes que Jesús haya contado (Lc 16,1-13).
Es la parábola del administrador deshonesto, que, previendo ser despedido por no haber sabido administrar las riquezas de su amo, encuentra la manera de salir adelante a pesar de todo, para no quedarse sin apoyos ni bienes.
Esta parábola sigue directamente a las que se relatan en el capítulo anterior, las parábolas de la misericordia, la última de las cuales es la conocida parábola del Padre misericordioso o del hijo pródigo. Parece haber una continuidad, dado que el comienzo de nuestra parábola comienza con "también": "Decía también a los discípulos..." (Lc 16,1).
Además, varios elementos, se repiten en ambos relatos y crean un vínculo, sobre todo entre la parábola del padre misericordioso y la que leemos hoy.
El primero es un verbo central en ambos relatos, a saber, el verbo "despilfarrar" (Lc 15,13; Lc 16,1). El hijo despilfarra la herencia de su padre, el administrador despilfarra los bienes de su amo.
Ambos, además, en un cierto momento se recogen en sí mismos y buscan una solución a la situación de extrema necesidad en la que se encuentran.
Finalmente, en ambas parábolas reaparece la imagen de la casa: el hijo menor piensa en la casa de su padre, el administrador deshonesto se inventa estratagemas para que alguien pueda acogerlo en su casa cuando se quede sin trabajo (Lc 16,4).
Lo que en esta parábola parece desconcertante es poner en el centro a un hombre que, aunque actúa de manera incorrecta, es puesto como ejemplo. Sin embargo, lo que se toma como ejemplo, no es su infidelidad, sino su capacidad de actuar con astucia, de encontrar soluciones de manera rápida y eficaz.
El protagonista de la parábola representa el tipo clásico de hombre, de humanidad, no una excepción: todos somos un poco deshonestos, en el sentido de que todos desperdiciamos, de alguna manera, el don de la gracia que se nos da. Lo acogemos en parte, y en parte lo dejamos desvanecer sin que esto pueda transformar nuestras vidas.
Admitirlo puede ayudarnos a encontrar nuestro camino, a volver a nosotros mismos, como el hijo menor, o a sentarnos a pensar cómo llevar a cabo la tarea de nuestra vida (Lc 14, 28-32), a pesar de todas nuestras pequeñas y grandes infidelidades, a pesar de todos nuestros despilfarros.
Para el hijo menor, el camino para comprender esto fue volver a casa y descubrir un rostro nuevo de en padre, un padre para el cual nunca se deja de ser hijo.
Para el administrador de la parábola de hoy, el camino fue encontrar hermanos, hacer amigos.
Utilizó los bienes de su amo para salir de su soledad, del aislamiento en el que su propia avaricia lo había relegado, y así crearse una red de personas que pudiera ser benévola con él.
Evidentemente, lo hace sólo por oportunismo, pero en realidad la verdadera astucia es precisamente ésta: comprender que esencialmente es de esto de lo que tenemos necesidad, de alguien que nos ayude a llevar el peso de nuestras vidas.
Es significativo que, para ganar amigos, el administrador perdone las deudas a los deudores de su amo (Lc 16,5-7), es decir, alivie el peso que agobiaba a estas personas. Este es, pues, el camino, perdonarnos las cargas los unos a los otros, ayudarnos a llevarlas, aliviarnos mutuamente la vida.
No es casualidad que Jesús afirme que, al hacerlo, no abrimos mutuamente la puerta de nuestra casa terrena, sino la puerta de nuestra casa celestial: "Procuraos amigos con la riqueza deshonesta,
para que, cuando ésta falte, os reciban en las moradas eternas" (Lc 16,9).
La puerta de la casa del Padre nos es confiada, al bien que sabemos darnos, sobre todo ayudándonos a aliviar las muchas cargas que cada uno de nosotros lleva.
El hijo ha encontrado así la puerta de la casa de su padre; el administrador ha encontrado la los hermanos.
Para descubrir entonces que es una sola puerta.
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Prensa del Patriarcado Latino