28 de septiembre de 2025
XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, año C
Lc 16, 19-31
Podríamos leer el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 16,19-31, Lázaro y el rico opulento) a partir de la clave que nos ofrece la imagen del banquete.
La parábola de Jesús que encontramos al final del capítulo XVI, habla, precisamente de esto, de un banquete.
Hay dos protagonistas, un hombre rico, cuyo nombre no conocemos, y un pobre llamado Lázaro. Pero solo uno, el rico, participa en el banquete. Lázaro, en cambio, permanece fuera de la puerta y no logra saciarse ni siquiera con las migajas que caen de la mesa donde el rico, cada día, da un abundante festín (Lc 16,19-21).
En los Evangelios la imagen del banquete aparece a menudo. Jesús ofrece banquetes con gusto, y sus invitados suelen ser pobres, pecadores públicos y personas con mala reputación: nadie queda excluido de su banquete. A menudo Jesús es invitado, pero también sucede que es Él quien ofrece un banquete, y entonces el pan se multiplica, para todos (Cf. Lc 9,12–17).
Incluso después de su resurrección, Jesús se sienta a la mesa con sus discípulos, y entre las escenas más bellas donde Jesús se da a conocer a sus discípulos hay varios banquetes, en Jerusalén, Emaús o a orillas del lago de Galilea.
Jesús, en cierto modo, utiliza la imagen del banquete para hablar de Dios, de su Padre.
¿Quién es, en efecto, Dios sino un Padre, un Rey que ofrece un gran banquete? Un banquete generoso, donde no falta el pan, donde no falta el vino, para todos.
E incluso allí donde alguien podría sentirse inicialmente excluido, como le sucedió a la mujer sirofenicia (Mc 7,24-30), ocurre que esta mujer está segura de que ese banquete es tan abundante que incluso con solo las migajas pueden bastar para saciar su hambre de vida y de salvación.
En la parábola de hoy encontramos todo esto. Hay un banquete superabundante, pero hay alguien que no tiene acceso ni siquiera a las migajas. Hay un banquete, lugar de amistad y de comunión, pero alguien está excluido de todo esto, y permanece fuera, solo.
Y hay un hombre, un hombre rico, que podría ser generoso, como Dios es generoso, pero que en cambio no lo es. No transgrede ninguna ley, no hace nada malo, no oprime al pobre. Está fuera, en su puerta, y sin embargo no lo ve.
El verbo "ver" aparece solo en la segunda parte de la parábola (Lc 16,23), donde el relato se traslada al más allá.
Ambos protagonistas, de hecho, en un momento dado mueren, pero solo Lázaro es acogido en el seno de Abraham, es decir, en la comunión con Dios (Lc 16,22).
En el más allá, de hecho, no hay nada de todo aquello en lo que el hombre rico había apoyado su vida: no hay riquezas, no hay lujo.
En el más allá, solo quedan las personas, y el vínculo que se construyo con ellas en esta tierra, también gracias a las riquezas deshonestas de las que nos habló el Evangelio del domingo pasado.
Entonces nos queda más claro que el cambio de destino al que se enfrentan los protagonistas no habla tanto de un Dios que castiga y reprende. Más bien, nos dice que con nuestras elecciones de cada día, nosotros preparamos nuestro futuro y nuestra eternidad, donde florecerán las semillas de bondad y de comunión que habremos sembrado aquí abajo.
Todo lo demás se desvanecerá, demostrará su inconsistencia.
Y es importante subrayar que estas elecciones no pasan por grandes
hazañas, sino por pequeñas cosas: Lázaro se habría conformado con migajas, para demostrar que al rico no se le pedía que renunciara a todo lo que tenía, sino solo que tuviera piedad, que saliera por un momento de su pequeño mundo. Solo se le pedía una mirada.
Ahora, en el más allá, ni siquiera el hombre rico pide grandes cosas: también él pide piedad, y solo querría una gota de agua ("Entonces, gritando, dijo: 'Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro a mojar la punta de su dedo en agua y a refrescar mi lengua, porque sufro terriblemente en esta llama'" (Lc 16,24). Pero el abismo que él mismo había cavado hace imposible esta pequeña y sencilla cosa. La puerta que él mantenía cerrada ahora permanece cerrada.
Pero que el rico no haya entrado en esta lógica de pequeñez, se demuestra también por la petición que hace a Abraham por sus hermanos y por la casa de su padre: querría, para ellos, una gran señal, una señal extraordinaria, como puede ser la de un muerto que aparece ante ellos para advertirles ("Si de entre los muertos alguien va a verlos, se convertirán" - Lc 16,30).
La conversión, sin embargo, no pasa a través de milagros clamorosos, sino a través de la humilde y paciente experiencia de la escucha de la Palabra ("Pero Abraham respondió: 'Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen a ellos', y 'Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, no se convertirán ni siquiera que uno resucite de entre los muertos'" - Lc 16,29.31).
La conversión no se logra mediante el miedo, sino a través de una mirada capaz de detenerse en la necesidad del otro y de compartir con él algo de lo pequeño que uno tiene y es.
+Pierbattista