10 de agosto de 2025
XIX Domingo del Tiempo Ordinario, año C
Lc 12, 32-48
El pasaje del Evangelio de hoy (Lc 12,32-48) está estrechamente relacionado con el del domingo pasado, en el que el Señor Jesús va explicar la parábola del rico insensato (Lc 12,13-21): hoy se aclara el significado, se profundiza el contenido y, en cierto modo, se nos da la clave para comprender algo que había quedado sin respuesta.
De hecho, de domingos anteriores, nos habían quedado algunas preguntas importantes: ¿cuál es esa parte buena que María había escogido y que no le será quitada (Lc 10,42)? ¿Y cuáles son los bienes que no pasan, qué significa ser rico ante de Dios (Lc 12,21)?
Jesús se detiene a dialogar con sus discípulos sobre este tema, porque es un tema importante: concierne a la eternidad, por lo que también se refiere a nuestro corazón, nos dice dónde estamos en la vida, que valoramos realmente, a qué hemos ligado el significado de nuestra existencia.
El pasaje comienza con una palabra fundamental, el versículo 32: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha complacido daros el Reino».
La clave para entender esta frase quizás resida en ese «pequeño rebaño» del que habla Jesús, y que nos remite a todos aquellos pasajes del Antiguo Testamento en los que Dios aclara que Él ha escogido a su pueblo, lo ha amado, lo ha custodiado no porque sea más grande que todos los demás pueblos, sino precisamente porque es el más pequeño, el más insignificante («El Señor se ha unido a vosotros y os ha escogido, no porque seáis más numerosos que todos los demás pueblos…» cfr Dt 7,7-8).
Así actúa Dios. Ama y elige al hombre no por sus méritos ni por sus cualidades especiales, sino porque así le place. Porque Dios ama gratuitamente. El Padre nos ha dado su Reino, lo ha donado a nuestra pequeñez.
Lo esencial para vivir, nos ha sido donado.
El Reino de Dios no es una riqueza que acumular, no es un tesoro que conquistar. No tiene nada que ver con todos esos bienes que el hombre rico de la parábola quería acumular en sus almacenes. Al contrario, tiene algo más en común con la carencia que con la posesión.
Inmediatamente después, Jesús usa imágenes que evocan una carencia más que una presencia: vender lo que se posee, dar el ingreso en limosna, esperar a un amo que se ha partido a la boda…
Entonces el Reino pasa por la experiencia de un vacío, de una falta, casi como si fuera una herida.
Porque el vacío, la carencia, las heridas graban en el corazón humano la esperanza y el deseo, que son, para la vida, los bienes más preciados. Es decir, abren a algo que va más allá de nosotros mismos, nos abren al encuentro, a la oración, a la amistad. El hombre rico de la parábola estaba encerrado en su propia riqueza, y no puede ver más allá de sí mismo y de su riqueza. La expectativa y el deseo, en cambio, abren los corazones a la vida, a la solidaridad, a la circulación del bien, al servicio.
Por eso, Jesús usa en estos versículos un adjetivo que siempre está ligado al Reino y que siempre está ligado a la carencia: bienaventurados. Bienaventurados son aquellos que, al regreso del amo, se encuentran en su lugar, al servicio de sus hermanos («Bienaventurado aquel sirviente a quien el señor, al llegar, lo encuentre haciendo así» - Lc 12,43).
Para Jesús «bienaventurado» nunca es quien posee, sino siempre quien espera, quien permanece abierto al don, con confianza.
Un don que, como decíamos, toma la forma de las relaciones y de la amistad, para vivir en el servicio. Cuando esto sucede, se realiza el Reino, que es como una semilla que crece donde encuentra espacio.
Y el fruto de este camino de crecimiento se esconde en una palabra, que encontramos dos veces en el Evangelio de hoy.
En el principio, está el Padre, quien se complació en darnos el Reino («…porque a vuestro Padre le ha complacido daros el Reino». - Lc 12,32).
Al final, está el sirviente, que mientras espera el regreso del amo, da a sus compañeros la justa ración de comida («¿Quién es, pues, es el administrador fiel y prudente, a quien el señor pondrá al frente de sus sirvientes para que reparta la ración de alimento a sus horas?» - Lc 12,42).
Mientras espera, el sirviente aprende el arte de dar, y de dar con gusto, encontrando alegría en ello, así como el Padre nos da su Reino, complaciéndose en lo que hace.
Para quien aprende este arte, la vida se transforma y se enriquece (Lc 12,44); no de una riqueza que termina, sino de todos los bienes de Dios, de su propia vida: «En verdad os digo que lo pondrá a cargo de todos sus bienes».
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino