31 de diciembre de 2023
Sagrada Familia, año B
Lucas 2, 22-40
Hemos visto, en los Evangelios de Navidad, cómo la venida del Hijo de Dios en la carne de nuestra humanidad encontró acogida en medio de su pueblo.
Jesús es acogido por María y luego por José. Es acogido por los pastores, invitados por el ángel a visitar a este niño que será un salvador para todos (Lc 2,11).
Todos los que lo acogen deben hacer un camino, a veces físico, a veces totalmente interior: los pastores deben ponerse en camino para ir a Belén (Lc 2,15); ante ellos, María y José deben abrirse a una intervención de Dios que les pide un acto de fe, que les pide que acepten un don que transformará completamente sus vidas.
Son, pues, los pobres los que acogen a Jesús, es decir, los que aceptan dejar sus posiciones y emprenden un camino hacia una vida nueva.
A ellos se les promete una gran alegría (Lc 2,10).
Hoy Jesús es acogido en otro contexto, el del templo de Jerusalén (Lc 2,22-40).
Debía haber mucha gente en el templo. Debía haber escribas y maestros, sacerdotes y levitas.
Pero no son ellos los que acogen al niño Jesús, que, traído por sus padres, es presentado al Señor, como está escrito en la ley.
Quienes notan su presencia son dos personas sin importancia, que no tienen un papel, que no están allí para cumplir con un deber religioso, sino por pura gratuidad.
Para ambos, el evangelista Lucas usa un verbo de movimiento: Simeón, movido por el Espíritu, va al templo (Lc 2,27); Ana, que nunca salía del templo, llega en ese momento (Lc 2,38).
Por tanto, el Señor acoge a los que se ponen en camino, a los que se dejan afligir, a los que no se han asentado en la vida, a los que aceptan el riesgo de dejarse guiar por el Espíritu.
Los dos personajes del Evangelio de hoy nos dicen algo importante sobre el camino de la fe.
Ana nos cuenta de dónde viene este camino, porque el camino de la fe no nace de un esfuerzo solitario y heroico de quien decide seguir al Señor con sus propias fuerzas, sino que nace de una carencia.
La vida de Ana es descrita detalladamente por el evangelista Lucas, a diferencia de Simeón, de quien Lucas sólo dice que era un hombre justo y piadoso (Lc 2,25). Ana es una persona marcada por la carencia, por el luto, por una larga soledad: tiene ochenta y cuatro años, enviudó sólo siete años después de su boda (Lc 2,36-37).
Ana, sin embargo, es una mujer que ha sabido transformar la carencia en espera, en deseo, en oración.
No sufrió su viudez, sino que la convirtió en el lugar donde podía abrirse a la esperanza de un don, donde podía permanecer atenta y vigilante. Y esto la puso en camino y le dio la gracia de estar allí cuando María y José entraron en el templo, para reconocer en ese niño al Mesías tan esperado.
Simeón, en cambio, nos dice a dónde nos lleva este camino.
Lo hace con una palabra que encontramos en el versículo 29: "Ahora Señor, ya puedes dejar marchar …". Este verbo, marchar, es un verbo evocador, que se utiliza en diferentes contextos de liberación: para la liberación de un preso, para el final del servicio militar, para la conclusión de un compromiso importante y oneroso.
Es como si Simeón, habiendo llegado a este momento de su largo camino, reconociera que se encuentra en un punto de inflexión: el
encuentro con ese niño, el reconocimiento en Él del cumplimiento de la historia de la salvación (Lc 2,30) permiten a Simeón creer que el viaje por el desierto ha terminado, y ahora entramos en la tierra prometida; el tiempo de la esclavitud ha terminado, ahora comienza el tiempo de la libertad.
El camino continúa, por tanto, pero es un nuevo camino, porque la espera se ha cumplido y ahora es el tiempo de los frutos, donde podemos disfrutar cada día más de la presencia gratuita y misericordiosa de Dios con nosotros.
Simeón sabe que no será un camino fácil, no será sin esfuerzo, hasta el punto de anunciar a María que su alma será traspasada por una espada (Lc 2,35).
Pero también sabe que no será este dolor el que detendrá el camino, porque el mismo Espíritu que le anuncio que vería al Mesías (Lc 2,26), que lo guió al templo para reconocer su presencia (Lc 2,27), es el Espíritu de un Dios fiel, que ha cumplido sus promesas, y que ahora deja ir en paz a su siervo, según su Palabra (Lc 2,29).
+Pierbattista