28 de abril de 2024
V Domingo de Pascua, año B
Juan 15, 1-8
El domingo pasado, la Palabra nos reunió con la parábola del buen pastor: hemos visto que el pastor es el que cuida tanto de su rebaño que da la vida por él.
Y también hemos visto que esta vida se salva en la medida en que es capaz de salir del recinto en el que el pecado la había encerrado, de salir al encuentro de los demás, de nuestros hermanos y de formar con ellos un solo rebaño.
En el pasaje evangélico de hoy (Jn 15,1-8), Jesús utiliza otra imagen, la del viñador, la viña y los sarmientos.
Lo que llama la atención al principio es el término "fruto", un término que aparece cinco veces (Jn 15,2.4.5.8), y esta frecuencia pone de relieve su importancia: el viñador cuida la viña y sabe podarla, pero la finalidad de este cuidado no es tanto el bienestar de la planta, sino el fruto que está llamada a dar.
Y eso no es todo. Pero será el fruto el que juzgará el enraizamiento real de los sarmientos en la viña: si el fruto no está allí, si la viña es estéril, entonces significa que el sarmiento no está unida a la viña, significa que la savia no fluye.
Me parece que el Evangelio de hoy toca una dimensión profunda de nuestra vida: de hecho, todos queremos que nuestra vida no sea estéril, sino que dé fruto; queremos que nuestra vida tenga sentido, que tenga coherencia, que nuestra vida no termine en nosotros.
Bueno, ¿cuándo y cómo sucede todo esto? Y también: ¿cuándo y cómo no sucede?
Una clave para entender esto podría ser esta: no somos solo nosotros los que deseamos una vida bella y fructífera. Junto con nosotros, e incluso antes que nosotros, es Dios mismo quien lo desea.
Dios desea una buena vida para nosotros, así como todo padre la desea para sus hijos.
Pero no basta con desearla: la vida, para dar fruto, necesita ciertas condiciones, ayuda, algo que haga posible el crecimiento y la fecundidad.
Y de estos elementos, el Evangelio subraya algunos de ellos.
El primer elemento gira en torno al término "permanecer": un sarmiento no puede dar fruto por sí solo, sin una viña que le dé vida.
La primera condición para una vida plena es saber que esta vida no es nuestra, que nos es dada, que sólo podemos acogerla. La vida cristiana no se trata de crecer para independizarse, hasta el punto de pensar que puedes hacerlo solo, sin necesidad de la ayuda de los demás, de la ayuda de Dios.
Es exactamente lo contrario: la vida cristiana crece en la medida en que acogemos la vida de Dios, en la medida en que somos conscientes de que sin Él no podemos hacer nada (Jn 15,5).
Se trata, pues, de permanecer en una vida más grande que nosotros mismos, en la vida de Dios.
Y para que esto suceda, el camino es acoger la Palabra, permanecer en la escucha: Jesús dice que permanecemos en Él tanto como sus palabras permanecen en nosotros (Jn 15,7). Si su Palabra es importante y preciosa para nosotros, como la palabra de un ser querido, si nos confiamos a ella, si le damos crédito, entonces nos hacemos uno con Él: tenemos el mismo modo de pensar, de ver, de juzgar la vida.
Jesús añade que, si permanecemos en Él, entonces podemos pedirlo todo (Jn 15,7). ¿Qué significa?
Tal vez signifique que, si escuchamos, si nuestra vida permanece en el Señor, entonces descubrimos lo que realmente vale la pena, qué es ese "todo" que nos hace vivir.
Descubrimos que no necesitamos todo, sino todo lo que es bueno, para nosotros y para los demás. Y poco a poco aprendemos a pedirlo; esto se convierte en todo nuestro deseo.
Todo lo demás debe ser cortado y podado (Jn 15,2). Y aquí llegamos al segundo elemento, el de la poda: la poda es fundamental para que un árbol dé frutos, y no cualquiera puede hacerlo. Una persona inexperta puede arruinar el árbol e impedir que dé buenos frutos.
Para que dé fruto, la cepa no necesita todos los sarmientos, sino sólo los buenos: los demás quitan savia, quitan vida y hay que cortarla.
Pues bien, para permanecer en la vida con el Señor, es necesario acoger su cuidado continuo, su intento de liberarnos de todo lo que disipa nuestra existencia.
Son muchos los medios que Él utiliza para devolvernos a esa pureza (Jn 15,3) de vida necesaria para dar fruto genuino; pero, de nuevo, la más eficaz es siempre la Palabra, que es como una espada de doble filo (Heb 4,12), capaz de separar lo que es verdadero, auténtico, puro, de lo que no lo es y que, por tanto, no da fruto.
+Pierbattista