27 de abril de 2025
II Domingo de Pascua, año C
Jn 20, 19-31
Los Evangelios de estos primeros domingos después de Pascua nos narran los encuentros del Señor resucitado con sus discípulos: el Señor va a buscarlos, camina con ellos, come con ellos, se da a conocer como Señor vivo, que no ha abandonado a su pueblo, sino que sigue presente en medio de los suyos.
Un encuentro que siempre tiene dos elementos.
El primero es que siempre es el Resucitado quien toma la iniciativa y se hace presente.
Los Evangelios nos dicen que Jesús se retiraba a menudo, o se iba a otro lugar, y la gente se ponía en camino y lo iba a buscar (cf. Mc 1,36-38). Después de la Pascua, al Señor ya no se le puede buscar: es Él quien busca a sus discípulos, y sólo si Él los busca, podrán encontrarlo.
La resurrección es precisamente esta posibilidad que se extiende hasta el infinito: el relato de hoy (Jn 20,19-31) nos muestra que el Señor ya no tiene obstáculos para hacerse presente, y las puertas cerradas no bastan para mantener alejado al Señor («mientras estaban cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos» - Jn 20,19.26). Él viene y, por su victoria sobre la muerte, se ha convertido en Aquel que siempre puede venir.
El segundo elemento, sin embargo, depende de nosotros.
Porque incluso como Resucitado el Señor no se impone en nuestra vida: la suya permanece siempre como una propuesta, una invitación, y si es verdad que Él puede entrar donde estén los discípulos, incluso a puerta cerrada, no es menos cierto que no fuerza las puertas de nuestra conciencia, de nuestra vida para entrar. Nosotros debemos abrirle las puertas.
Y el Evangelio de hoy nos dice que para abrirle las puertas de nuestra vida necesitamos dar un salto, que es el salto de la fe.
Durante los días de Semana Santa hemos visto que la gran tentación del hombre es apartar a Dios de su vida. Es lo que hizo Judas, que entregó a Jesús a los jefes del pueblo, que a su vez lo entregaron a las autoridades romanas. Pero es lo que hizo también la multitud, que pidió a Pilato que lo crucificara. Toda la historia de la salvación habla de esta tentación, desde el principio.
En el fondo, es lo que todos hemos hecho, en cierta medida, porque Dios es una presencia incómoda y exigente, que reclama nuestras vidas, que nos conoce profundamente, que quiere una verdadera relación con nosotros, y que no acepta compromisos.
Y los relatos de la Pasión nos han dicho que ceder a esta tentación es caminar por la senda de la muerte: excluir a Dios de la propia vida lleva inevitablemente a vivir encerrados y temerosos, como los discípulos, que son encerrados en el Cenáculo, como Jesús había sido depositado y encerrado en el sepulcro.
El Señor resucitado ofrece a todos la nueva posibilidad de un nuevo encuentro, y la historia de Tomás nos ofrece un ejemplo de ello.
Tomás no se fía de sus compañeros cuando le dicen que han visto al Señor, y no quiere creer que el Señor esté vivo hasta que no lo haya visto con sus propios ojos y tocado con sus propias manos (Jn 20, 24-25). Pues bien, Jesús tiende la mano a Tomás y no desdeña su deseo de tocar y ver: vuelve a por él, ocho días después, cuando Tomás está con los demás discípulos, y ofrece su propio costado, sus propias llagas, para que Tomás pueda tocar y ver (Jn 20,26-27).
No es un simple premio de consolación, es una verdadera bienaventuranza, la que pronuncia Jesús («Porque me habéis visto, habéis creído; ¡bienaventurados los que no han visto y han creído!» - Jn 20,29)Esta bienaventuranza es para todos: Bienaventurados los ojos que ven (cf. Lc 10,23), pero igualmente bienaventurados son los ojos que no ven (Jn 20,29).
Ya no se trata sólo de ver al Señor, sino de ver con los mismos ojos del Señor, de estar habitados, desde dentro, por su misma vida, por su mismo Espíritu, que el Señor resucitado concede a sus seguidores en cuanto los encuentra («Sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo"» - Jn 20,22).
Hay también otra indicación en este pasaje evangélico: Tomás "no estaba con ellos cuando vino Jesús" (Jn 20,24). No estaba con los discípulos y no pudo creer. El Señor resucitado regreso al discípulo incrédulo cuando estaba reunidos con los demás discípulos, y así los ojos y el corazón de Tomás pudieron abrirse a la maravillosa confesión de fe («¡Señor mío y Dios mío!» - Juan 20,28) cuando estaba con los discípulos. El Señor se revela y puede ser reconocido cuando los discípulos están reunidos. La Iglesia es el lugar donde hoy, a través de la fe, podemos encontrarlo.
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino