11 de mayo de 2025
IV Domingo de Pascua, año C
Jn 10, 27-30
El discurso de Jesús sobre el «buen pastor», relatado en el capítulo 10 del Evangelio de Juan, se divide en dos partes. En la primera (Jn 10,1-18), Jesús utiliza la imagen de la puerta, del pastor, y habla de sí mismo como el que pasa por la muerte para dar libertad y vida a su pueblo.
Luego hay un interludio narrativo (Jn 10,22-24), y después Jesús reanuda y concluye el discurso (Jn 10,25-30).
El pasaje que escuchamos en este cuarto domingo de Pascua (Jn 10,27-30) está tomado precisamente de esta segunda parte: encontramos las mismas imágenes y las mismas expresiones que en el resto del capítulo, la de las ovejas que escuchan la voz del pastor, la del pastor que conoce a sus ovejas, etc.
Pero también encontramos algunas ideas, algunas variaciones, en las que nos centraremos.
Centrémonos primero en un verbo, que en estos pocos versículos aparece dos veces, el verbo "arrebatar" («Nadie las arrebatará de mi mano» - Jn 10,28.29). Jesús dice que nadie le puede arrebatar las ovejas de la mano, y que nadie se las puede arrebatar de la mano de su Padre.
Significa que hay alguien, o algo, que trata de arrancarnos de la mano del Señor, que trata de interponerse en esta relación, de impedirla. La relación del discípulo con el Señor tiene enemigos, y estos enemigos en el Evangelio de Juan tienen un nombre y un rostro preciso.
Un primer enemigo son las tinieblas, la oscuridad, la noche, es decir, ese lugar donde el hombre va a esconderse para no encontrarse con el Señor, para no dejarse conducir a la verdad. Jesús viene como luz, pero a veces el hombre ama más sus propias tinieblas (Jn 3,19), porque no quiere dejarse salvar, no quiere dejarse amar.
Un segundo enemigo del hombre, en Juan, es la mentira (cf. Jn 8,44): en la Sagrada Escritura, la mentira se asocia a menudo con la escucha de una voz que no es la de Dios. Desde el principio, el enemigo del hombre, el padre de la mentira, insinúa al oído del hombre una falsa imagen de Dios. Y así, creyendo la palabra del enemigo, el hombre está perdido.
Un tercer enemigo es el pecado, que para Juan no consiste en nuestras pequeñas o grandes faltas, sino en la falta de fe (cf. Jn 16,8-9), en no acoger al Señor en nuestra vida.
Finalmente, el cuarto enemigo es la muerte, un tema muy presente en Juan. No se trata de la muerte física, sino de la de los que viven una vida no auténtica, de los que no viven una relación plena con Dios (cf. Jn 8,24)
Todos estos enemigos tienen un poder sobre el hombre, el poder de esclavizarlo, de tenerlo en sus manos.
Y el drama es que el hombre no puede librarse de ellos solo: estos enemigos son más fuertes que nosotros.
Ahora, en el pasaje de hoy Jesús afirma que todo esto ya no tiene poder sobre nuestras vidas, que nada puede arrancarnos de nuestra relación con Dios.
Nada puede arrancarnos de la mano del Padre porque el don que el Padre nos ha dado en su Hijo muerto y resucitado es mayor que todo el mal que pueda existir en el mundo.
Es un don eterno que ha pasado por la muerte, ha salido victorioso y ya no tiene enemigos.
Puede alcanzarnos en cualquier lugar y en cualquier momento.
Jesús, al morir por nosotros, ha transformado el mal, en todos sus aspectos, en una oportunidad más para encontrarnos con Él. No se limitó a eliminarlo, no lo ahuyentó: habría seguido siendo una amenaza, habría seguido infundiéndonos miedo. Hizo algo más.
La oscuridad, la mentira, el pecado y la muerte se han convertido en lugares donde el Señor, muriendo por todos, ha manifestado su amor por nosotros pecadores, donde ha pronunciado la última palabra de su misericordia.
Ni siquiera los lugares de muerte son inaccesibles para Dios, sino que se convierten en esa puerta de la que hablaba Jesús al comienzo de su discurso (Jn 10,7), una puerta de esperanza (cf. Os 2,15).
Todavía podemos alejarnos, perdernos, extraviarnos. Pero incluso cuando esto sucede, seguimos estando en la mano del Padre, en su voluntad de bien.
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino