18 de mayo de 2025
V Domingo del Tiempo Pascua, año C
Jn 13, 31-33a.34-35
En el momento en que Jesús cumple su misión y regresa al Padre, ¿qué queda de Él en esta tierra?
¿Qué planta crece de la semilla que Él ha plantado?
¿Quién continúa su misión, quién hace visible el Reino que Él ha inaugurado?
Escuchemos el Evangelio de hoy (Jn 13,31-33a.34-35) para intentar responder a estas preguntas.
Estamos en el capítulo 13 del Evangelio de Juan, el capítulo que, después de la sección sobre las señales, narra el cumplimiento de la obra de amor del Padre por la humanidad, el don del Hijo.
Hasta aquí, Jesús ha realizado diversas señales, como también nos cuentan los Evangelios sinópticos: ha curado enfermos, expulsado demonios, multiplicado panes, resucitado muertos. Y no sólo eso. También ha contado parábolas, ha llevado la misericordia de Dios a todos, ha abierto las puertas del Reino, ha tenido una buena palabra para todos.
Jesús hizo todo esto para que quienes lo encontraran pudieran reconocer que Dios se había acercado, que el Reino estaba allí, entre ellos. Al ver sus obras, al oír sus palabras, la gente podía por fin alegrarse porque el Reino de Dios había llegado.
Viéndole actuar, la gente recordaba los grandes anuncios de los profetas, las grandes promesas de Dios, el don de su alianza con todos los hombres. Las antiguas promesas ahora se cumplen en Él.
No es Jesús quien se proclama Mesías, sino que son sus obras, sus palabras, las que dan testimonio de Él.
Pues bien, lo mismo sucede con la Iglesia: no es ella la que puede declararse el nuevo pueblo de Dios, el pueblo de la nueva alianza, sino que son los demás los que pueden, con el tiempo, reconocerla como tal.
¿Y cómo puede suceder esto? ¿Por qué quienes ven la Iglesia pueden vislumbrar los rasgos del rostro del Resucitado?
No por su poder, no por su tamaño, no por sus medios.
No por grandes señales, no por el número de creyentes, no por la belleza de sus iglesias ....
Sino «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros» (Jn 13,35).
Así se reconoce a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, por el amor que circula entre sus miembros.
Sólo así puede ser reconocida.
Detengámonos brevemente en estas palabras de Jesús.
Jesús dice, en primer lugar, que todos lo sabrán.
El lenguaje del amor es un lenguaje que todos pueden entender.
No es como un tratado filosófico, no es una doctrina sutil, que requiera una mente elevada, una formación profunda, reservada a unos pocos.
Todos pueden amar y todos pueden comprender dónde hay amor y dónde no lo hay.
El testimonio de la Iglesia es un testimonio llamado a hablar a todos, a hablar con todos.
Jesús dice también que los discípulos están llamados a amarse los unos a los otros.
Esta expresión, unos a otros, ha resonado ya al comienzo del capítulo 13, después de que Jesús haya lavado los pies a sus discípulos: pues Jesús especifica inmediatamente que como Él ha hecho, así también ellos deben hacerlo, deben lavarse los pies unos a otros (Jn 13,14).
En ambos casos, Jesús afirma algo importante, a saber, que antes de lavarse los pies unos a otros, antes de amarse unos a otros, los discípulos deben reconocer que Jesús mismo ya lo ha hecho por ellos y con ellos. Es Él quien ama primero, quien da ejemplo (Jn 13,15), quien explica con su vida lo que significa verdaderamente amar.
Sólo entonces, si nos dejamos amar por Él, también nosotros podremos hacer como Él, podremos amar con su propio amor, aquel que Él nos comunicó primero.
Y sólo entonces todos reconocerán que somos sus discípulos: en los gestos humildes y pobres de los discípulos de Jesús todos podrán ver los mismos gestos del Señor, su misma compasión por cada mujer y cada hombre de esta tierra.
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino