18 de febrero de 2024
I Domingo de Cuaresma, año B
Marcos 1, 12-15
El relato de las tentaciones, con el que comienza el camino de la Cuaresma, se narra en el Evangelio de Marcos de manera muy sucinta. Sólo dos versículos, según los cuales, inmediatamente después del bautismo de Juan, "Jesús es arrojado al desierto, donde permanece cuarenta días tentado por Satanás. Estaba con las bestias salvajes, y los ángeles le servían" (Mc 1,12-13). Marcos no relata el contenido de las tentaciones ni el diálogo de Jesús con el tentador. El énfasis, como veremos, está puesto en otra cosa.
La Liturgia de la Palabra de este año litúrgico, sin embargo, añade a estos pocos versículos también los siguientes, que en sí mismos no se refieren al episodio de las tentaciones, pero que pueden proporcionar una clave adicional a su interpretación. Es una Palabra ya escuchada en el Tercer Domingo del Tiempo Ordinario, la que nos ofrece las primeras palabras de Jesús en su vida pública: "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca: convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15).
¿Por qué esta comparación?
El comienzo de la vida pública de Jesús no tiene lugar inmediatamente después de su bautismo: Jesús podría haber partido de allí, de aquella Palabra escuchada del Padre que lo proclamó Hijo amado. Podría haber partido de allí para llevar esta buena noticia a todos, para hacer resonar la voz del Padre en todas partes.
En cambio, el Espíritu empuja a Jesús al desierto, al lugar de la prueba y la tentación, porque esa Palabra escuchada del Padre necesitaba descender a su carne, a su vida.
Hemos dicho que Marcos no relata el contenido de las tentaciones, pero deja claro que todo el tiempo que Jesús pasó en el desierto fue una lucha, una prueba continua. Es decir, un lugar donde la Palabra escuchada entra en contacto con la vida, con la debilidad, con los límites: y allí veremos si "aguanta", si resiste, si es verdad. Ahí veremos si realmente confiamos, si en el momento de la prueba seguimos escuchando y confiando, o si elegimos otros caminos, si preferimos un atajo, si lo hacemos nosotros mismos.
Una cosa es la teoría de nuestra fe, la profesión de nuestra creencia. Otra cosa es el encuentro de la fe con los acontecimientos de la vida, cuando la Palabra no siempre o no inmediatamente parece coincidir con lo que nos sucede.
Entonces es necesario el desierto, donde podemos dar los pasos de una fe encarnada, donde ya no se pueda conocer a Dios de oídas (cf. Job 42,5), sino a través de la experiencia personal.
En definitiva, no es nada diferente de lo que vimos el domingo pasado, con la curación del leproso (Mc 1,40-45). Jesús lo cura y luego le pide que guarde silencio, que guarde la pequeña semilla de la nueva fe que habita en él, para que pueda echar raíces. Pero este hombre no puede resistir la tentación de las palabras "fáciles", que no son profundas, que no han pasado la prueba.
El domingo pasado dijimos que solo de ese silencio pueden nacer las palabras sanadas.
Y esto es exactamente lo que vemos hoy: del silencio de Jesús, que poco a poco mezcla su vida con la fe en el Padre, nacen esas nuevas palabras que inauguran su camino público, palabras que abren un camino de esperanza para todos los que escuchan: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
La conversión, como decíamos, es una gran palabra de esperanza, es la posibilidad que se ofrece a todos de comenzar una vida nueva. En el desierto, Jesús experimenta que esto era posible para Él, y ahora lo anuncia a todos.
La vida nueva, que comenzó en el desierto, es vislumbrada por el evangelista Marcos con una imagen sugestiva: dice que Jesús estaba con las bestias salvajes en el desierto y que los ángeles le servían (Mc 1,13).
Las bestias salvajes y los ángeles representan los dos extremos más opuestos que se pueden encontrar en la vida: la altura más sublime y la bajeza más humilde.
Pues bien, estos extremos opuestos pueden encontrar la paz y vivir juntos, sin miedo.
Pero esta imagen, de bestias y ángeles, también nos remite a un pasaje del Antiguo Testamento, un pasaje que también relata una situación de prueba, una tentación. El profeta Daniel transgrede la orden del rey Darío, quien pide que no se adore a ningún otro Dios sino a sí mismo, por lo que es arrojado al foso de los leones, para ser despedazado (Dan 6). Pero cuando, al día siguiente, se vuelve a abrir la fosa, Daniel sale sano y salvo, y puede afirmar que Dios envió a su ángel, que cerró la boca de los leones (Dan 6,22) y lo salvó de la muerte.
Porque el que permanece en la prueba con confianza, experimenta que el mal no tiene poder sobre él.
Allí el Señor se hace presente con su ternura.
+Pierbattista