Meditación de S.B. Cardenal Pierbattista Pizzaballa
30 de marzo de 2025
IV Domingo de Cuaresma, año C
Lc 15, 1-3.11-32
En el centro de la parábola narrada en la liturgia de hoy (Lc 15,1-3.11-32), la conocida parábola del Padre misericordioso o del Hijo prodigo, hay una casa, donde vive un padre con sus dos hijos.
Como clave para entrar en este pasaje, partimos de una frase que encontramos casi al final del relato, donde descubrimos que el hijo mayor «se indignó y no quería entrar» (Lc 15,28).
Hay una casa, pero, donde un hijo tiene dificultades para entrar y prefiere quedarse fuera.
Descubrimos, además, que no sólo el hijo mayor, sino también el menor tiene problemas con esta casa: él también está lejos de casa. Ha pedido a su padre su parte de la herencia y se ha marchado («recogió todos sus bienes y se marchó a un país lejano» - Lc 15,13). No se sabe nada de dónde fue, excepto que ese lugar está lejos de casa. Y también sabemos que, una vez lejos, el hijo menor no encontró hogar («se fue a servir a uno de los habitantes de aquel país, que lo envió a sus campos a apacentar cerdos» - Lc 15,15).
Los dos hermanos, muy diferentes entre sí, tienen al menos esto en común: luchan por entrar en casa.
El primero parece alejarse por una necesidad de autonomía, en busca de una libertad sin ataduras ni vínculos. Pero al final, cuando se encuentra solo ante su fracaso, encuentra otro obstáculo en su camino de regreso a casa, bien resumido en este pensamiento que lo habita: «ya no soy digno» (Lc 15,19.21). Ya no es digno de ser llamado hijo suyo, ya no es digno de estar en la casa sino como jornalero, como criado. El hijo menor, por tanto, piensa que ya no puede entrar en la casa porque no es digno.
El mayor, por el contrario, se siente digno de entrar en la casa, pero no quiere vivir en una casa donde está su hermano, al que considera indigno de vivir allí («a este hijo tuyo, que ha devorado tus bienes con prostitutas, por él has hecho matar el ternero cebado» - Lc 15,30).
Así que hay una bonita casa, grande, acogedora y rica, pero parece que ninguno de los hijos es capaz de vivir en ella.
El padre resuelve este problema saliendo él mismo a invitar a sus hijos a entrar en casa, a rogarles que entren.
Sale a buscar a su hijo menor, que nunca ha dejado de esperar. Sale lleno de alegría, con un amor que no hace cálculos, que no sopesa los errores que ha cometido y que no hace que nadie se sienta culpable. No le espera en casa, sino que se mueve, corre hacia él, y enseguida le reviste de esa dignidad de hijo, que el tiempo de la separación de ningún modo ha podido borrar («Cuando todavía estaba lejos, su padre le vio, tuvo compasión, corrió hacia él, se echó a su cuello y lo besaba» - Lc 15,20).
Pero también sale en busca de su hijo mayor, pidiéndole insistentemente que se una a la fiesta («Entonces salió su padre y le suplicó» - Lc 15,28). Pero este hijo también está lejos: lejos de haber comprendido la belleza de un amor que le había hecho rico sin tener que conquistar nada, sin tener que merecer nada.
Dos hijos, ambos lejos de casa, ambos llamados a regresar. Esta es simplemente la imagen de nuestra vida, de la historia de cada hombre.
Todos somos hijos. Y tantas veces nos cuesta dejarnos amar, dejarnos amar por Dios y por nuestros hermanos, no por lo que sabemos hacer, sino por el simple hecho de ser hijos.
Por eso Dios emprende su propio viaje, su propio camino, Él mismo sale a buscarnos y nos trae de vuelta a casa.
Lo que significa, concretamente, que Dios acepta perderse en nuestras distancias para llegar a nosotros, allí donde estamos. Envía a su Hijo, Jesús, para que se convierta en nuestro compañero de viaje, y descienda con nosotros a nuestros abismos.
Dios lo hace con la esperanza de que este amor sin medida nos convenza de nuestra indestructible dignidad de hijos, dada a cada uno por igual, sin distinción, como fiesta abierta a todos, banquete de bodas al que siempre volvemos.
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino